CRISTO, EL REY DESDE LA CRUZ
Llegamos a la culminación del Año Litúrgico, de este tiempo santo en el ciclo de un año en el que hemos ido contemplando y celebrando el Misterio de Cristo, “desde la Encarnación y la Navidad hasta la Ascensión, Pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor” como nos recuerda la Sacrosanctum Concilium, numero 102, del Concilio Vaticano II.
El Año Litúrgico es el símbolo de lo que es nuestra vida: tiene su inicio y tiene su fin. El fin es el momento del encuentro. En ese instante “la vida se abre para nosotros”, afirma San Pio de Pieltrecina. Y culminamos el Año Litúrgico con la Solemnidad de Cristo, Rey del Universo.
Esta Solemnidad fue instaurada por Pio XI, el año 1925 y la Reforma Litúrgica del Concilio Vaticano II la situó en el último domingo del Año Litúrgico significando con ello que Jesucristo, que vino a salvarnos y vendrá a juzgarnos, es el centro del hombre y de la historia, el Alfa y la Omega, el Principio y Fin de toda lo creado.
Hoy se nos invita a cada uno de nosotros a tener a Cristo en el centro de nuestra vida como nuestro rey y soberano.
Las lecturas bíblicas de esta Solemnidad tienen como hilo conductor el mostrarnos la centralidad de Cristo, y así San Pablo en la Carta a los Colosenses nos recuerda: “Él es el primogénito de toda criatura…todo fue creado por él y para él…. Él nos ha ganada para Dios ofreciendo su vida por nosotros.
Jesucristo es Rey de una manera mucho más profunda de lo que podemos imaginar y por ello creo que necesitamos pararnos y contemplarlo desde la escena que nos presenta el Evangelio hoy: Un Rey que tiene por trono una cruz, por corona una corona de espinas.
Una escena que nos tiene que dejar desconcertados y yo diría que tiene emocionarnos, pues sucede por cada uno de nosotros. Y nos preguntamos ¿Cómo es posible que el Hijo de Dios pueda ejercer su reinado desde una cruz y en medio de unos malhechores? El Hijo de Dios proclamándose rey en el momento de mayor humillación, impotente, mofado por los magistrados, por los mismos soldados que lo crucifican y hasta por uno de los malhechores que con él es crucificado. ¿Cómo es posible que la proclamación de Cristo Rey esté unida a la cruz? ¿No es una contradicción? Nos resulta difícil, nos desconcierta, aceptar que el Hijo de Dios no fuese capaz de salvarse, que Dios no evitase el sufrimiento de su Hijo.Pero esta es la gran paradoja de Dios y de la historia humana, porque ese crucificado es la esperanza de todos los pecadores, de todos y cada uno de nosotros, y de todos los que sufren.
Hermanos y Amigos dejémonos impresionar de nuevo por esta escena. La realeza de Cristo se manifiesta de manera sorprendente colgado en la cruz. Es desde ella que nos dice que su realeza consiste en la entrega a los demás. Es desde la cruz que se manifiesta como Mesías, como Cristo, como Ungido para llevar a cabo la salvación de Dios. Y es gracias a que Jesús cuando le gritan: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” no se baja de la cruz somos redimidos del pecado y de la muerte, somos salvados. Gracias a que Cristo permaneció en la cruz su reino de paz y de vida, de gracia y santidad, de verdad y de amor, de liberación y salvación, de justicia y reconciliación alcanza a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Su muerte y tres días después su resurrección mostró que era verdaderamente Rey.
Aquí contemplamos al Buen Pastor que da la vida por las ovejas. Y lo contemplamos en una escena del Evangelio de hoy, donde queda patente que Cristo es Rey misericordioso, el Rostro de la misericordia de Dios. Y es la escena del llamado “Buen ladrón”, que suplica: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
Este hombre, el “buen ladrón” es consciente de su culpa y de que está allí por sus crímenes, pero también descubre la inocencia de Cristo (“no ha hecho nada malo”) y se abre a su misericordia, suplica su misericordia. Este hombre reconoce la realeza de Cristo suplicando la misericordia. Cristo desde la cruz nos muestra su inmenso amor misericordioso, nos muestra su salvación regalándonos con su entrega en la cruz el perdón de nuestros pecados y que entremos a formar parte de su pueblo, de su reino.
Toda esta contemplación nos tiene que hacer sentir en lo más profundo de nuestro corazón: Cristo es el centro de la historia de la humanidad y también el centro de la historia de todo hombre., de cada uno de nosotros con su propia historia. A Él hemos de referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza y nos muestra la inmensa misericordia de Dios, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Y desde esta contemplación de Cristo Rey no hemos de olvidar ni perder de vista que La Iglesia es signo e instrumento del Reino de Dios por medio del anuncio del Evangelio, de la celebración de la Eucaristía y de los demás sacramentos, de la oración y de la plegaria, del servicio a los más pobres.
Y esta contemplación no nos puede dejar de brazos cruzados nos tiene que interpelar a cada uno de nosotros a ser signos del reino de Dios, ser testigos vivos del Reino de Cristo, Reino que tiene como Ley el Mandato Nuevo del Amor. Por ello cada uno de nosotros está llamado a ser signo del Reino de Dios. Y ¿Cómo serlo? Sembrando perdón y misericordia, sirviendo a la verdad, tendiendo las manos al hermano pobre y abandonado, defendiendo la vida humana desde su concepción hasta su terminar natural, promoviendo la paz y la concordia, suscitando a nuestro alrededor esperanza y confianza, defendiendo la dignidad de todo ser humano, trabajando por la civilización del amor.
Hermanos y Amigos, en esta Solemnidad, el Evangelio de hoy nos introduce en el Corazón de Cristo. Si entró en Jerusalén como Rey manso, ahora desde la cruz manifiesta más plenamente esta mansedumbre. Conquista nuestros corazones con su misericordia. A Él tenemos que mirar, por Él nos tenemos dejar modelar pues habrá ocasiones en las que nos sintamos impotentes y queramos obtener victoria de manera distinta a como lo haría el Señor. Y entonces, en esas ocasiones, habremos de confesar con humildad su realeza pidiéndole que nos conceda un corazón con unos sentimientos como los suyos, “haz mi corazón semejante al tuyo, para actuar como miembros de su Reino. “
Hermanos y Amigos, la experiencia de este adentrarnos en los sentimientos y actitudes de Cristo, adentrándonos en su Corazón, la experiencia de su inmenso amor, de sentirnos salvados gratuitamente, nos ha de animar a evangelizar en este momento presente que nos toca vivir con sus dificultades. En este sentido recordamos unas palabras del Papa Francisco: <<La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. ¿Pero qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos>> (Evagelii gaudium. 264)
Hermanos y Amigos culmina el Año Litúrgico por ello terminemos esta Contemplación de Cristo Rey preguntándonos hoy delante de nuestro Rey: ¿Reina Cristo en mi vida? ¿Es el Mandato del Amor lo que rige mi vida y mi manera de vivir?¿He progresado a lo largo de las Celebraciones de este Año Litúrgico vivido en el conocimiento de Cristo? ¿Amó más al Señor? ¿Avanzo en el camino de la conversión al Señor? ¿ Voy teniendo los sentimientos y las actitudes del Señor? ¿Sois signo para los demás del Reino de Cristo?.
Abrámosle el corazón y dejémosle entrar, experimentemos de nuevo su misericordia.
Demos gracias hoy, gracias a Dios porque nos ha dado a este Rey y Pastor, porque El queremos que sea siempre nuestro Camino, nuestra Verdad, nuestra Vida. Demos gracias por pertenecer a su Reino, y pidamos que nada nos aparte del Reino de Cristo.
Adoremos en la Eucaristía al que queremos servir y al adorarle aprendamos a amar del que por Amor ha querido quedarse junto a nosotros. Que Él sea siempre el Señor y Pastor de nuestras Vidas.
Adolfo Álvarez. Sacerdote