Fray Artemio Vítores, ofm
La Eucaristía está íntimamente ligada al sacerdocio. Jesús instituye en su Ultima Cena el Sacramento del Orden, que actualiza en el tiempo y en el espacio, el don de su Cuerpo y su Sangre. “Haced esto en memoria de mí” (Lc 22,19; 1Cor 11,24s), las palabras que instituyen el sacerdocio, siguen inmediatamente a las de la consagración eucarística. El Señor Jesús confió así a sus discípulos el memorial de su muerte y de su resurrección para que lo celebraran perennemente hasta su vuelta (cf. 1Cor 11,23-26), “constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento”, aquí en el Cenáculo.
El sacerdote, representante de Cristo
El sacerdote no sólo depende de la Eucaristía – es ordenado dentro de la celebración eucarística -, sino que es también responsable de ella: a los sacerdotes ha sido confiado “el gran misterio de la fe” para que lo distribuyan a todos, para que perpetúen en la historia el don de Jesús. Dice San Ignacio de Antioquía: “Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización”. Ninguno puede decir “esto es mi cuerpo” y “éste es el cáliz de mi sangre” si no es en el nombre y en la persona de Cristo, único sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza (cf. Heb 8-9). “In persona Christi” quiere decir más que “en nombre” o “haciendo las veces” de Cristo; significa “identificación con el sumo y eterno sacerdote”. Aunque Cristo no puede ser sustituido por ninguno, ya que sólo Él es “la víctima de expiación para nuestros pecados… y también para los de todo el mundo” (1Jn 2,2), con todo el sacerdote, en nom-bre de Cristo y obrando “in persona Christi”, realiza sacramentalmente este sacrificio.
De ahí el asombro y la gratitud que debe invadir al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. “Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice Juan Pablo II, el sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros… Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. “El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio” (Ecclesia de Eucharistia 5).
Enseña el Vaticano II: los fieles “participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real”, pero es el sacerdote ordenado quien “realiza como re-presentante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo” (LG 10). Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio. El hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo a los Obispos y a los presbíteros no significa menoscabo alguno para el resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos. Los sacerdotes, como representantes de Cristo, celebran la Eucaristía para que todos reciban la Vida que Cristo ha entregado por nos-otros en la Cruz.
La Eucaristía: origen y alimento del sacerdocio
Los sacerdotes que celebran la Eucaristía encuentran aquí, en el Cenáculo, el lugar de su nacimiento como ministros de la Eucaristía, como ministros del Señor elegidos por pura gracia. La Eucaristía – dice Juan Pablo II – “es la principal y la razón central de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella”. De ahí la necesidad de que el sacerdote configure su vida a la de Cristo. Es lo que dicen las palabras del Obispo durante la Ordenación sacerdotal: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentar a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
La Eucaristía fuente de la espiritualidad sacerdotal
El Cenáculo es el Lugar de la Institución de la Eucaristía y es, al mismo tiempo, el Lugar de Pentecostés, de la venida del Espíritu Santo. Hay que decir que Eucaristía y Orden son frutos del mismo Espíritu: “Como en la Santa Misa Él es el artífice de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, así en el Sacra-mento del Orden Él es el artífice de la consagración sacerdotal o episcopal”, escribía Juan Pablo II, (El Espíritu del Señor. Carta Con la mente y el corazón a los presbíteros para el Jueves Santo, 25 de Marzo de 1998).
Si la Palabra de Dios es indispensable para formar el corazón de un buen pastor, ministro de la Palabra, y esto vale para los obispos, para los sacerdotes y para los diáconos, al igual que para los candidatos a las Órdenes Sagradas, es indudable que la espiritualidad y actividad pastoral del sacerdote brota de la Eucaristía, de ahí la im-portancia y la necesidad de las vocaciones a la vida sacerdotal, ya que “no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sa-grada Eucaristía” (PO 13), dice el Concilio. Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la participación de los fieles en la Eucaristía es un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios.
San Francisco y los sacerdotes
Al recordar esta íntima unión entre Eucaristía y sacerdocio, “¿cómo no recordar – decía Juan Pablo II en su Carta a los sacerdotes desde el Cenáculo – el espléndido testimonio del “Poverello” de Asís sobre esto? Él, que por humildad no quiso ser sacerdote, dejó en su Testamento la expresión de su fe en el misterio de Cristo presente en los sacerdotes”. “Reconoce haber recibido tres grandes dones del Señor: el don del encuentro con la humanidad herida representada en el leproso, el don de la fe en las iglesias como el lugar de la presencia de Cristo (Test. 1-8). Añade el Santo de Asís: “Me dio el Señor y me da tanta fe en los sacerdotes que viven conforme a las normas de la santa Iglesia romana, por razón de su ordenación, que, si me persiguieren, quiero acudir a ellos mismos. Y, aunque yo tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y encontrase a los sacerdotes pobrecillos de este mundo en las parroquias en que viven, no quiero predicar contra su voluntad. A ellos y a todos los demás quiero amar y honrar como a señores míos. Y no quiero fijarme si son pecadores, porque yo descubro en ellos al Hijo de Dios, y son mis señores”. “Y lo hago – explica Francisco – por este motivo: porque en este mundo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos consagran y sólo ellos administran a los otros” (Test. 8-12). Para el Santo de Asís todo sacerdote, por muy pobre que sea – en instrucción, en moralidad –, es “su señor”, porque en él “descubre a su Señor”, por tanto, dice a sus frailes: “veneremos en el Señor su orden y oficio y su ministerio” (1R XIX,3).
Hay, pues, que honrar y venerar a todos los sacerdotes por su relación con la Eucaristía. En su Carta a toda la Orden, dice de nuevo San Francisco: “Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista se estremece dichoso y no se atreve a palpar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro en que yació por algún tiempo es venerado, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación! (1Ped 1,2)” (Carta a toda la Orden, 26-29). Los sacerdotes son pues los hombres de la Eucaristía. Decía con frecuencia: “Si me sucediera de encontrarme al mismo tiempo con algún santo que viene del cielo y con un sacerdote pobrecillo, me adelantaría a presentar mis respetos al presbítero y correría a besarle las manos, y diría: “¡Oye, San Lorenzo, espera!, porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano” (2C 201).
Por eso hay que honrar y amar a los sacerdotes, y ayudarlos en todo lo que se pueda, como repite Francisco a sus frailes: “Así, pues, estaos sujetos a los prelados para no suscitar celos en cuando depende de vosotros. Si sois hijos de paz, ganaréis pueblo y clero para el Señor, lo cual será más grato que ganar sólo el pueblo con escándalo del clero” (2C 146). Y todo ello, por su amor total a la Iglesia y al Romano Pontífice. Francisco – dice el Papa Benedicto XVI – “sabía siempre que el centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de Cristo y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde el Sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van unidos, sólo aquí habita también la palabra de Dios” (Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, 27 de enero de 2010).
Es por tanto necesario una preparación muy seria para ser sacerdote de la Iglesia. Dice Francisco a los sacerdotes de la Orden: “Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, que son y serán, y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebra la misa, ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno…”. Y el Santo les pide que se preparen espiritualmente para ser dignos ministros de la Eucaristía y no sean “reos del cuerpo y de la sangre del Señor”, como había aconsejado San Pablo (cf. 1Cor 11,27) (Carta a toda la Orden, 14-19).
¡Cuántas veces, desde ese mismo Cenáculo, habrán recordado los hijos de Francisco las palabras del Padre! San Francisco no era un teólogo pero había entendido mejor que muchos doctores la presencia real de Cristo en la Eucaristía y el amor con que se nos da todos los días a través del pan y del vino. Y el Cenáculo es el lugar de ese amor de Dios.