SALVE, OH CRUZ!
EL HALLAZGO DEL “LIGNUM CRUCIS”
Y LAS FIESTAS DE LA SANTA CRUZ
Fray Artemio Vítores González, ofm
Vicario de la Custodia Franciscana de Tierra Santa
El Madero de la Vera Cruz (“Lignum Crucis”) ha atraído con fuerza a los cristianos, y el deseo de verla, de tocarla o de besarla ha sido irresistible. En un momento en que el cristianismo logra superar la opresión pagana y convertirse en la religión oficial, la Cruz llega a ser el símbolo cristiano por excelencia, la manifestación visible de su identidad. Ello ocasionará también una leyenda sobre las reliquias de la Vera Cruz o “Árbol de la Vida” que se agrandará con los siglos. No es relevante. Lo que verdaderamente importa es que la Vera Cruz, la Roca del Calvario y la Tumba Vacía de Cristo serán los polos de la atracción hacia los que se dirigen todos los cristianos, cuando peregrinan a Jerusalén.
Los franciscanos y los demás católicos celebran en la Basílica del Santo Sepulcro dos fiestas de la Cruz: El 7 de mayo, la Invención (Hallazgo) de la Santa Cruz por Santa Elena, y el 14 de Septiembre, la Exaltación de la Santa Cruz. En Jerusalén se recuerdan también otros acontecimientos relacionados con la Cruz. Son éstos:
El “Hallazgo de la Cruz” (“Inventio crucis”)
El hallazgo de la Santa Cruz (“Inventio crucis”) por Santa Elena, madre del Emperador Constantino, tuvo lugar, según las crónicas, después de la construcción de la Basílica en el año 336. Fue un acontecimiento religioso, político y cultural de primer orden. El hallazgo fue posible gracias a una revelación especial, cuya autenticidad lo confirmó el milagro de la curación de la enferma con el contacto de la Cruz, como cuenta Rufino en su Historia Eclesiástica, o como escribe Zozómeno, hacia el 450, gracias a las informaciones dadas por un judío que habitaba en Oriente, el cual se basaba en un “escrito paterno”. Teodoreto de Ciro, muerto en el 457, da la versión de la “Invención de la Cruz” que será clásica en los siglos posteriores. Así lo relata San Ambrosio de Milán, en la oración por la muerte de Teodosio, en febrero del 395, poniendo de manifiesto el significado profundo de la Cruz de Cristo: “Elena fue a Jerusalén y allí buscó diligentemente el lugar de la pasión del Señor… Llegó al Gólgota… escavó el suelo, removió la tierra; y encontró tres patíbulos, puestos en desorden, que los escombros habían cubierto y el demonio había mezclado… buscó el madero de en medio… encontró la inscripción (cf. Jn 19,19),… adoró al Rey: no adoró ciertamente la madera… sino a Aquél que había sido colgado al leño del patíbulo, como había sido claramente indicado en la inscripción…”.
Sin embargo, no sabemos la fecha exacta del Hallazgo, pues en el 337, año en que Eusebio de Cesarea escribe su “Vida de Constantino”, en la cual relata el descubrimiento de la Tumba del Salvador, no hace ninguna mención de la Cruz. Lo mismo se puede decir del peregrino Anónimo de Burdeos quien visitó la Iglesia del Santo Sepulcro, en el 333, y tampoco habla nada de la Cruz. Una cosa es segura: La Cruz era ya, sin lugar a dudas, un acontecimiento fundamental en la vida del cristianismo en el año 350, cuando San Cirilo, Obispo de Jerusalén, escribió sus Catequesis.
El “Lignum Crucis”, el “Madero de la Cruz”
Se sabe que la San Cruz, colocada en el Calvario, fue posteriormente troceada en fragmentos, como atestigua S. Cirilo de Jerusalén: “El madero de la Santa Cruz ha sido distribuido por toda la tierra en pequeños trozos… Desde aquí, la Cruz, reducida a fragmentos, ha salido para llenar de ella el mundo entero”. Con todo, como afirma el mismo S. Cirilo, gran parte del “Santo Leño de la Cruz” se conservaba en la Basílica del Santo Sepulcro. El mismo Rufino, después de narrar el “hallazgo de la Santa Cruz”, escribe así: “En cuanto al madero mismo de nuestra salvación, Santa Elena mandó una parte de él al hijo y otra parte fue cubierta por ella con una envoltura de plata y dejada sobre el lugar, y ésta, hasta hoy, es guardada en perenne recuerdo y objeto de asidua veneración”.
Manifestación de esta distribución de la Cruz son la Basílica de Roma llamada “Santa Cruz de Jerusalén”, que conserva un trozo del “Lignum Crucis” (la Basílica muestra, entre otras cosas, el título de la cruz, un trozo de la cruz de uno de los ladrones y tierra del Calvario) y el monasterio franciscano de “Santo Toribio de Liébana”, en España, donde se encuentra el mayor trozo existente del “Lignum Crucis”, que fue trasladado allí por el santo, amigo del Patriarca de Jerusalén Juvenal, entre el 440 y 450, para asegurar mejor su custodia. El “Lignum Crucis” es el máximo tesoro religioso que un cristiano podía poseer. Y todos lo deseaban. Por ello la tradición habla de pequeños fragmentos distribuidos por todo el mundo. En el 402 Melania “la Vieja” volvió a Italia y cedió un trozo del “Lignum Crucis” a San Paulino de Nola, quien a su vez lo donó a su amigo Sulpicio Severo, juntamente con uno de los más antiguos relatos sobre la Invención de la Cruz. Se cuenta que S. Gregorio de Nisa heredó una reliquia de la Cruz de su hermana difunta Macrina; San León Magno, en 454, recibió también un trozo de la Cruz como regalo por parte del Obispo Juvenal de Jerusalén. San Gregorio Magno entregó un trozo de la cruz a Teodolinda, reina de los lombardos, y a Recaredo, rey de los visigodos. Nace en este contexto de “Exaltación de la Cruz” el himno “Vexila Regis”, que fue escrito en el siglo VI por Venancio Fortunato – a petición de la Reina Radegunda – para acoger una reliquia de la Santa Cruz en Poitiers (Francia). Dicho himno pasó después a la liturgia romana.
Hay que añadir que, en 1545, un terremoto destruyó una parte de la torre del Sepulcro y en 1555 el P. Bonifacio de Ragusa, Custodio de Tierra Santa, obtuvo el permiso de restaurar algunas partes de la Basílica y renovar por completo el Edículo. El franciscano dejó una detallada descripción del trabajo realizado, pues era la primera vez – desde el 1009, cuando la Tumba fue destruida bajo los martillos de los soldados de al-Hakim – que la roca desnuda del Sepulcro fue de nuevo vista por ojos humanos. “En el centro del Santo Lugar encontramos… un pedazo de madera preciosa en el que habían algunas letras grabadas: ELENA MAGNI”. El P. Bonifacio dice, expresamente, que este “trozo de madera era una parte del “Lignum Crucis”. El franciscano distribuyó el “Madero de la Cruz”, reducido a pedacitos, a diversas instituciones, y entregó un trozo al Papa Pío IV, que lo colocó en el obelisco de la Plaza de San Pedro; otro al Emperador Carlos V y otro es el que se conserva en la Custodia de Tierra Santa. Como se ve, la importancia teológica y litúrgica de la Vera Cruz fue enorme.
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
La fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz recuerda la fecha en que fueron inaugurados los grandiosos edificios sagrados que hizo construir el Emperador Constantino en los mismos lugares del Calvario y del Sepulcro glorioso de Cristo. La Dedicación de la Basílica del Santo Sepulcro, que tuvo lugar el 13 y el 14 de Septiembre del 335, se celebró con gran solemnidad y en ella tomaron parte los obispos que asistían al concilio de Tiro y otros muchos más. Dicha fiesta, que era conocida con el nombre de “Encnia”, se celebraba siempre con gran fasto y con numerosas manifestaciones de alegría. La “Exaltación de la Cruz” tomó muchos elementos litúrgicos de la fiesta hebrea de los Tabernáculos, que tenía también estas características y que se festejaba por esas mismas fechas (teniendo presente sobre todo el antiguo calendario juliano). Se absorbe así la fiesta judía de los Tabernáculos (como en cierto modo la liturgia había hecho con las fiestas judías de Pascua y de Pentecostés), que pasa prácticamente en su totalidad a la liturgia de la fiesta de la “Dedicación de una Iglesia”, que es, por antonomasia, la de la Basílica del Santo Sepulcro.
La peregrina Egeria ha dejado la descripción más amplia de la fiesta. Según ella, en ese día se juntan dos fiestas: La Dedicación (el término usado para la fiesta judía de la Dedicación del Templo) de la Basílica constantiniana del Martiryum (que tuvo lugar probablemente el 13 de septiembre del 335) y de la Basílica de la Anástasis, y a esta solemnidad se la hizo coincidir con la Invención de la Cruz: “de estas santas iglesias se celebra pues la Dedicación con la mayor solemnidad, porque en esa misma fecha fue descubierta (Invención) la cruz del Señor”. Acudían todos a Jerusalén – dice en su Itinerarium – desde todas las partes del mundo: Obispos, monjes, vírgenes consagradas y todo el pueblo. Quien no podía participar, “consideraba que había incurrido en pecado grave”. Era como una “peregrinación” obligatoria a Jerusalén. Egeria añade que la fiesta se celebraba con tanto esplendor como la de Epifanía (Navidad) y la de Pascua, y que las celebraciones duraban ocho días (Itinerarium, 48-49). Añade que la reliquia de la Santa Cruz se exponía a la adoración del pueblo el Viernes Santo y el 14 de Septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La Iglesia Ortodoxa celebra las dos fiestas: La Invención y la Exaltación de la Cruz el 14 de septiembre, y es una de las doce grandes fiestas del Año Litúrgico.
La fiesta de la “Invención” (“Hallazgo”) de la Santa Cruz
Ya desde el siglo VII, las Iglesias de la Galia, que no conocían la fiesta del 14 de septiembre, celebraban en el 3 de Mayo la fiesta de la Cruz con el mismo significado. Más tarde, cuando la liturgia romana y la galicana se unieron, la fiesta del 3 de Mayo pasó a llamarse de la “Invención de la Cruz”, trasladándose la fiesta de la “Exaltación” al 14 de septiembre, fecha en la que se conmemoraba, sobre todo, “el Retorno” de la Cruz por obra de Heraclio.
En 1955, el Papa Pío XII instituyó la fiesta de San José Artesano, que se celebra en toda la Iglesia el 1º de mayo. Ello ocasionó el traslado de la fiesta de Santiago el Menor, obispo de Jerusalén y patrono de la Diócesis jerosolimitana, al 3 de mayo. En la actualización litúrgica que tuvo lugar en el 1969, después del Vaticano II, la fiesta de la “Invención de la Cruz” desapareció del calendario litúrgico universal, ya que se intentaba suprimir las fiestas dobles. Y se conservó sólo la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz del 14 de septiembre. Con todo, en Jerusalén y en el Santo Sepulcro, la fiesta de la “Invención de la Cruz” se celebra con toda solemnidad.
Se escogió la fecha del 7 de mayo en recuerdo de un acontecimiento que tuvo lugar en Jerusalén el 7 de mayo del 351: La cruz luminosa que apareció en la Ciudad Santa. Así lo cuenta Eutiquio en sus Anales: “En aquel tiempo apareció sobre el lugar de la Calavera, o sea, sobre el Gólgota, a mediodía, una cruz de luz que se levantaba desde la tierra al cielo, hasta tocar la cima del Monte de los Olivos: A causa de la intensidad de su resplandor ofuscaba la misma luz del sol. Todos los habitantes de Jerusalén, grandes y pequeños, fueron espectadores. Asistió al fenómeno también Cirilo, obispo de Jerusalén, quien enseguida informó al rey, escribiéndole una carta, en la que decía: “En tus días, o rey bendito, ha aparecido a mediodía, en el lugar de la Calavera, una cruz de luz tan intensa que superaba la misma luz del sol”. Todas las iglesias orientales han hecho siempre memoria de esta aparición de la cruz en Jerusalén
La “restitución de la Santa Cruz” por Heraclio
Las crónicas hablarán también de la angustia de los cristianos cuando los persas, el 20 de mayo del 614, saquearon Jerusalén, mataron a la mayor parte de ellos y se llevaron como botín el Madero de la Cruz. Según la leyenda, Cósroes tenía su trono en el observatorio astrológico de Ctesifonte – un trono siempre en movimiento, movido por caballos, al igual que los astros del universo están en constante actividad – y había puesto en él la reliquia de la cruz, que representaba el “sol”, y un gallo que simbolizaba el “espíritu”, como signo de victoria y del Juicio Final. Cósroes se consideraba “el padre”, es decir, como si fuera Dios en persona. En la mentalidad cristiana el Emperador persa, dominado por el orgullo y la soberbia, era el símbolo de Lucifer y del Anticristo. El emperador Heraclio, después de decapitar a Cósroes, cuando estaba sentado en su trono blasfemo, recobró todo el territorio; el hijo de Cósroes se hizo cristiano, y los persas devolvieron los trofeos de guerra, entre los cuales estaba la reliquia de la Santa Cruz, que regresó a la Basílica del Santo Sepulcro el 21 de marzo del 630. Este episodio, conocido como la “Restitutio crucis”, se recuerda litúrgicamente durante la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. En Constantinopla se celebraba, ya desde el siglo VII, y pasó a Occidente en el siglo VIII, donde se festejaba también con gran fervor popular.
Llegando a Jerusalén, desde el Monte de los Olivos, el Emperador quiso hacer su ingreso solemne por la misma puerta, “la Puerta Dorada”, que Jesús accedió a la Ciudad Santa en su entrada triunfal. Heraclio traía sobre sus hombros la Cruz de Cristo, vestido con todas sus galas y ceñida su cabeza con una diadema de oro. Ante este “espectáculo anti-cristiano”, el cielo negó la entrada al Emperador en la Ciudad Santa, pues la puerta fue tapiada milagrosamente. En la cima de la puerta apareció una cruz llameante y un mensajero de Dios ordenó al Emperador entrar en la ciudad con toda humildad, montado en un asno, como Jesús. Así lo hizo. Al quitarse todo, hasta los zapatos, la puerta se abrió y la Cruz cumplió los milagros de siempre: Los leprosos y los cojos fueron curados. El Emperador puso en su lugar la venerable y vivificante Cruz, después de haber dado muchas gracias a Dios”, donando a la Iglesia numerosos objetos preciosos. La vuelta triunfal de la Cruz fue vista como un signo de victoria y de renacimiento de la población cristiana de la Ciudad Santa y del imperio cristiano. El modo de transportar la Cruz de Heráclito, en pobreza y humildad, es un signo de la sumisión a Dios por parte del Emperador, en contraposición a la soberbia de Cósroes.
La adoración de la Santa Cruz en el Viernes Santo
En la Basílica del Santo Sepulcro la Santa Cruz se conservaba en una habitación especial, custodiada por un monje de virtud extraordinaria, llamado “staurofilax”, es decir, tenía el título de “Presbítero del Gólgota” o “Custodio de la Cruz”. La peregrina Egeria relata, en su Itinerarium (es la primera descripción que conocemos del rito de la adoración), la veneración que se hacía de la Santa Cruz en el Calvario el Viernes Santo: Desde las ocho de la mañana hasta mediodía se podía contemplar el madero de la cruz. El trono del obispo estaba colocado en el Gólgota “detrás de la cruz” (“post Crucem”) y allí se sentaba. Delante de él se ponía una mesa y dos diáconos estaban alrededor vigilando, para evitar, como sucedió en el pasado, que algún peregrino demasiado devoto e impulsivo arrancase y se llevase un trozo de la cruz con un mordisco… Uno a uno, todos se acercaban al Santo Madero, tanto fieles como catecúmenos, se inclinaban ante ella, la tocaban con la frente, con los ojos y después la besaban (ninguno la tocaba con las manos). Por el Breviario de Jerusalén, del 530, sabemos que “la Cruz (con el “titulum”) era conservada en un ambiente que se encontraba en el ingreso de la misma Basílica, a la izquierda”.
La Adoración de la Cruz que se hace el Viernes Santo tiene su origen en Jerusalén y se extendió enseguida por todo el mundo cristiano. Todos, clérigos y laicos, adoran la Cruz, mientras se canta la antífona: “Ecce Lignum crucis…”, “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo”. La Iglesia Latina ha conservado siempre el mismo formato litúrgico en la ceremonia del Viernes Santo con el canto de los “Improperios” y el himno de la Cruz: “Pange, lingua, gloriosi lauream certaminis”. La Iglesia oriental celebra también con la misma solemnidad la adoración de la Santa Cruz.
La Vera Cruz, hoy
En el 630, el Emperador Heraclio restituyó a Jerusalén la Santa Cruz. En el 635 la Cruz, o un trozo importante de ella, fue llevada a Constantinopla para ser custodiada, y después se perdieron sus huellas. Según las crónicas, la ciudad de Constantinopla fue tomada y saqueada durante la Cuarta Cruzada, en el 1204: Entre las joyas encontradas había también “una parte de la Cruz del Señor. que Elena trasladó de Jerusalén y fue decorada con oro y piedras preciosas”. Los cruzados se llevaron todo a Occidente. Parece ser que, hacia el 1009, con la destrucción del Santo Sepulcro por el califa Hakem, los cristianos de Jerusalén escondieron la Cruz hasta el 5 de agosto del 1099, que fue recuperada por Arnolfo Malecorne, primer Patriarca Latino de Jerusalén, convirtiéndose así en la reliquia más sagrada del Reino Latino. En la batalla de los “Cuernos de Hattin”, en 1187, el ejército cristiano fue vencido por Saladino y de nuevo se perdieron las huellas de la Vera Cruz, que probablemente fue tomada por los musulmanes. Se dice que Saladino no quiso restituir la Cruz porque, según la tradición musulmana, Jesús es, para el Islam, un gran profeta, digno de ser recordado.
¿Cómo es la situación actual del “Lignum Crucis”? A pesar de las muchas exageraciones sobre los fragmentos de la Vera Cruz que existen en el mundo y que se podrían construir con ellos tantísimas cruces, en realidad las cosas no están así. En 1870, Rohaul de Fleury, en su libro “Mémoire sur les instrumens de la Passion”, presentó un catálogo de las reliquias de la Vera Cruz, en la cual demostraba que todas ellas podían corresponder a lo que, se supone, era la cruz, en tamaño y en peso. Digno de mención, como ya he comentado, es el “Lignum Crucis” que se conserva en el Monasterio franciscano de Liébana, Cantabria, España. Según el P. Sandoval, cronista de la orden benedictina, esta reliquia corresponde al «brazo izquierdo de la Santa Cruz, que Santa Elena dejó en Jerusalén cuando descubrió las cruces de Cristo y de los ladrones. Está serrado y puesto en modo de Cruz, quedando entero el agujero sagrado donde clavaron la mano de Cristo». Se encuentra incrustado en una cruz de plata dorada, con cabos flordelisados, de tradición gótica, realizada en un taller vallisoletano en 1679. Las medidas del leño santo son de 635 mm. el palo vertical y 393 mm. el travesaño, con un grosor de 40 mm. y es la reliquia más grande conservada de la cruz de Cristo, por delante de la que se custodia en San Pedro del Vaticano. Un análisis científico de la madera, determinó que «la especie botánica de la madera del Lignum Crucis es “Cupressus Sempervivens L.”, tratándose de una madera extraordinariamente vieja y que nada se opone a que alcance la edad pretendida»
La Cruz: Manifestación del amor total de Dios al hombre
Todos los cristianos adoramos el madero santo, la Cruz en la que fue colgado el Hijo de Dios. Todos llevamos nuestra cruz al cuello, la honramos. La Cruz hace conocer a Dios: “Mirarán al que han traspasado” (Jn 19,37). El peregrino que viene a Jerusalén se acerca al altar de la crucifixión y besa con devoción ese lugar tan sagrado donde estuvo clavada la Santa Cruz. El Crucificado es nuestro Rey porque, como dice el canto del “Vexilla Regis”, “Dios reina desde la cruz” con su amor. “A su trono – escribía San Agustín – acuden los hombres de todas las clases y estados. A Él vienen pobres y ricos, analfabetos y sabios, hombres y mujeres, señores y siervos, ancianos y jóvenes, adultos y niños. A Él vienen judíos y griegos, romanos y bárbaros. ¿Quién puede contar los pueblos que acuden a Él? No subyugó el orbe con el hierro, sino con el leño de la Cruz”. “No te avergüences – pedía a sus fieles S. Cirilo de Jerusalén – de confesar la cruz…porque la cruz no es causa de deshonor sino corona de gloria”.
Si estás en el Calvario, ¡Hazte sin miedo la señal de la cruz! Hazlo con alegría. Y proclama con entusiasmo: “¡Salve, oh Cruz, única esperanza nuestra!”, repitiendo con Pablo: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo!” (Gal 6,14). La cruz, erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.
Y todo es obra del amor de Dios. Dice Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). El Crucificado es la revelación más impresionante del amor de Dios. En la Cruz “Dios es en verdad Amor”. “Donde hay caridad y amor, allí está Dios” (“Ubi caritas et amor, Deus ibi est”), cantamos tantas veces. Y la Liturgia exclama: “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!” (Pregón pascual). En la Cruz, Cristo nos amó hasta el extremo, dándose por cada uno de nosotros. Él, dice Pablo, “me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí” (Gal 2,20). Se ha ofrecido enteramente por los hombres hasta sufrir la muerte, dando por ellos hasta la última gota de sangre, con un amor que lo consumió, como añade Juan: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1).
Sólo así entendemos que en la Cruz levantada sobre el Gólgota se manifiesta el corazón eterno de Dios y que se puede tener confianza en Él, que es por definición “amor crucificado”. El amor olvida el mal, no lo toma en cuenta, perdona todo. Simplemente ama. Porque “Dios es amor” (1Jn 4,16). El cristiano debe anunciar la Cruz a todos como manifestación del amor de Dios: “Es un deber de la Iglesia – dice “la Declaración sobre las religiones no cristianas” – en su predicación anunciar la Cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia” (Nostra Aetate 4).
Y podremos rezar con San Francisco de Asís: “Señor…haz que yo muera por amor de tu amor, ya que Tú te has dignado morir por amor de mi amor” (Oración “Absorbeat”). Amar a Dios no consiste en intentar dominarlo, ponerlo a mi servicio. Es la gran tragedia del hombre. Aquí, en el Calvario, el hombre puede aprender qué es el Amor y quien es Dios, porque donde hay Amor allí está Dios.