Fr. Artemio Vítores González, ofm
¿Para qué vienen los peregrinos a Jerusalén? “Para visitar los Santos Lugares y para rezar: “orationis causa”, decía Egeria a finales del siglo IV (Itinerario 13,1). El Papa Benedicto XVI, a su llegada a Israel, el 11 de mayo de 2009, y, respondiendo a las pala-bras de bienvenida del Presidente de Israel, Simón Peres, lo confirmó: “Me inserto en una larga fila de peregrinos cristianos a estos lugares, una fila que se remonta hasta los primeros siglos de la historia cristiana y que, estoy seguro, proseguirá en el futuro. Como muchos otros antes que yo, vengo para orar en los santos lugares, a orar en especial por la paz, paz aquí en Tierra Santa, y paz en todo el mundo”.
Hoy el peregrino se queja “de falta de tiempo” para rezar. Hay en él una contradicción: Por una parte quiere ver y visitar todo, pero, por otra, no tiene tiempo para el descanso y para la reflexión y por tanto para la oración reposada. Nos asusta el sosiego y la meditación. Son los problemas del hombre moderno. Recordemos el reproche de Jesús a Marta: “Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria” (Jn 10,41-42)”. Además, queremos hacer todo nosotros solos, olvidando que sin Jesús “no podemos hacer nada” (Jn 15,5).
La Ciudad Santa, invita a la oración: “Lauda, Jerusalem, Dominum!”. Rezan los judíos, los cristianos y los musulmanes. La primitiva comunidad de Jerusalén se dedica-ba a la oración: “Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo es-píritu” (Hech 2,46). La visita a los Santos Lugares supone orar ante la Tumba de nuestro Señor, en el Calvario ante la Cruz de Cristo, orar a la Virgen Dolorosa, invocar al Espíritu Santo en el Cenáculo. Sin lugar a dudas el Lugar Santo que más llama a la oración es Getsemaní: el Huerto de los Olivos, la Basílica, la Piedra de la Agonía, invitan a la oración intensa, íntima, sufrida, solitaria, a acompañar a Jesús en “Su Hora”, en su oración dolorosa.
Jesús recitaba, por la mañana y por la tarde, la confesión en el Dios único, el “Shemá Israel”, “Escucha, Israel…” (Dt 6,4-9), que es como el “credo fundamental” de la fe judía; rezaba dos veces al día la oración por excelencia, la tefillá, que era, y es, la obligación religiosa del piadoso israelita, llamada también “Shemoné esré” (las 18 bendiciones). En la sinagoga, al concluir el culto, se recitaba la oración aramea breve que se llama el “qad-dish”, “santificación”, para santificar el Nombre de Dios. Había también una oración que el pío israelita – y Jesús lo era – rezaba hacia las tres de la tarde, llamada “Minha”.
Los Evangelios hablan de la oración frecuente de Jesús: Oraba por la mañana (Mc 1,35), por la noche (Mt 14,23), pasaba toda la noche en oración (Lc 6,12), oraba continuamente (Lc 5,16). No importaba el lugar: Durante su bautismo (cf. Lc 3,21.22), en el desierto (cf Mc 6,46.48), en el silencio de la noche, en la serenidad del monte, en la sinagoga –acostumbraba a ir los sábados a la sinagoga (cf. Lc 4,16) -, en el Templo. Jesús reza en los momentos decisivos de su vida y de su misión: Da gracias al Padre porque ha revelado su Reino a los pequeños (Mt 11,25-27) y porque ha resucitado a Lázaro (Jn 11,41-43); ora en la elección de los Apóstoles (cf Lc 6,12.13), en la confesión de Pedro en Cesarea (Lc 9,18-21), en la Transfiguración (Lc 9,28.29), en el Cenáculo, la oración sacerdotal de Jesús (Jn 17,1-27). Conocemos su oración dolorosa en la Cruz, en “la hora nona”, las tres de la tarde, en el Calvario: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
María, como mujer, no podía tomar parte en las celebraciones y oraciones propias de los varones israelitas, pero sí podía estar presente, participando en su intimidad de es-te encuentro con Dios que tiene lugar en la oración. Como madre de familia, María tenía el privilegio de encender las lámparas y de recitar la bendición del principio del Shabat: “Bendito eres tú, Señor del Universo, que nos has santificado por tus mandamientos y nos has dado el mandamiento de encender las lámparas del Shabat”.
El peregrino que viene a Tierra Santa puede imitar la oración de María, tanto en la Anunciación en Nazaret, como en la Ciudad Santa, en la cual la figura de María está siempre presente: en las calles de Jerusalén, en el Calvario y en el Santo Sepulcro, en el Cenáculo, en su Tumba vacía en el Valle del Cedrón. Ella es la Virgen en oración, “Virgo orans”, es sobre todo “la mujer hecha de oración”, la que pone toda su confianza en el Señor: El Magnificat es “la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos”, y “se ha convertido en la oración de toda la Iglesia en todos los tiempos” (Pablo VI, Marialis cultus, 18). María, que ha escuchado y puesto en práctica la voz del Espíritu, será siempre el modelo de la oración del creyente. El Ave María, en su doble aspecto de alabanza al Señor y de petición, será el prototipo de la oración del cristiano, junto con el Padre Nuestro. María, como dicen los orientales, es la “Hodoghitria”, la que “muestra el Camino”, que es Jesús, “ad Iesum per Mariam”, regla suprema de la Mariología. Ella enseña el camino para ir a su Hijo (cf. Jn 2,1-12) y, dada como nuestra Madre por Jesús en el Calvario, su intercesión se extiende por toda la historia, pues, después de su Asunción al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión (Cf. LG 62).
Como imitador de Cristo, San Francisco, según sus biógrafos, “era todo él no ya un hombre orante, sino un hombre hecho oración” (2Cel 95) y había pedido a los frailes que desearan sobre todo tener “el espíritu de oración y de devoción”.
Después de la Cena Jesús sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el torrente Cedrón y llega al Monte de los Olivos (cf. Mc 14,26). Era un lugar donde Jesús iba a rezar muy a menudo, pues, como dice Juan, “también Judas, el que lo entregaría, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos” (18, 2). Lucas escribe que Jesús “salió y, como de costumbre, fue al Monte de los Olivos, y los discípulos le siguieron” (22,39). Por eso la Basílica de Getsemaní se llama también “La Iglesia de la Oración”.
Getsemaní es “el lugar especial de la oración”: Una plegaria intensa, difícil, dramática. Según Mateo, Jesús “comenzó a sentir tristeza y angustia” (26,37). Marcos añade que sintió “pavor y angustia” y dijo a los discípulos: “Mi alma está triste hasta el punto de morir: quedaos aquí y velad conmigo” (14,33s). Para Lucas la angustia mortal se manifestó en “el sudor que se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc 22,44). Otro título de Getsemaní es “la Iglesia de la Agonía”, “de la lucha sufrida”. Las palabras de la Carta a los Hebreos, que están escritas en el frontal de la Basílica: “En los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte” (5,7), nos llevan directamente hacia su muerte en el Gólgota y son un buen ejemplo del gran libro del sufrimiento, de este mundo de dolor en el que vivimos, que acompaña al hombre en todos los tiempos y en todas las partes del mundo. Muy a menudo tenemos miedo del sufrimiento y estamos tentados de abandonar todo, hasta al mismo Dios.
Los “gritos y lágrimas” de Jesús manifiestan su encuentro con el poder de la muerte, cuyo abismo percibe en toda su profundidad y terror. El sufrimiento se hace cada vez más difícil y por eso Lucas añade que Él, “sumido en angustia, insistía más en su oración” (22,44). La Carta a los Hebreos ve toda la Pasión de Jesús, desde el Monte de los Olivos hasta el último grito en la cruz, impregnada de la oración, como una única súplica ardiente a Dios por la vida, en contra del poder de la muerte. La Basílica actual es obra del arquitecto Antonio Barluzzi. Las seis columnas delgadas que sostienen doce cúpulas rebajadas, dan a entender la postración de Jesús sobre la Roca de la Agonía, que está en el centro del presbiterio. El color violáceo de sus vidrieras nos muestra que es un lugar de recogimiento y de oración. Aquí Jesús experimenta “la noche del espíritu” en su gra-do supremo, “la noche oscura del alma”. En esta “hora de Jesús”, dice Juan Pablo II, la súplica en Getsemaní es “la máxima expresión de un sufrimiento que se traduce en ora-ción, y de una oración que a su vez, conoce el dolor, acompañando el sacrificio anticipado sacramentalmente en el Cenáculo, vivido profundamente en el espíritu de Getsemaní y que está para cumplirse en el Calvario” (“Hynno dicto”, La plegaria de Jesús en Getsemaní, 13 Abril 1987, 6).
Jesús “suplicaba: Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). El cáliz del dolor es el sufrimiento causado por nuestros pecados. No es un escándalo; es un don de Dios. Por eso, le dice a Pedro que se oponía: “El cáliz que me da el Padre, ¿No lo voy a beber?” (Jn 18,11). Jesús, el Siervo de Jahvé, como había profetizado Isaías, es el inocente que sufre voluntariamente, experimentando en su humanidad la miseria y la so-ledad de los hombres y mujeres separados de Dios por sus pecados: “El Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros” (Is 53,6). Y Pablo añade: “A quien no conoció peca-do, le hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21), pues “Cristo os amó y se entregó por nos-otros como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,2).
El Señor está convencido que debe hacer la voluntad del Padre, aunque suponga dolor y sufrimiento: “No sea como yo quiero, sino como quieras tú” (Mt 26,39). Y añade: “Pa-dre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mt 26,42). Es lo que había anunciado Jesús: “Ahora mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero ¡Si he llegado a esta hora para esto!… Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir” (Jn 12,27-31). No se trata, sin embargo, de un gesto de obediencia ciega. Es un acto de amor a Dios Padre y amor a todos nosotros. El Hijo se entrega a su Padre por nuestro amor y en nuestro lugar: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). La oración de Jesús es una adhesión amorosa a la voluntad del Padre y una confianza absoluta en ser escuchado. Dios es para Jesús “Abbá”, su “papá” (cf. Mt 11, 25), y se dirige a Él con el lenguaje de un niño a su padre, con el corazón lleno de confianza y de amor. Lucas añade: “Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba” (Lc 22,43). El Hijo, en su oración, busca siempre el contacto directo con su Padre, tanto en los momentos de felicidad y de serenidad como en el sufrimiento.
El “Padre Nuestro”, la oración que Jesús nos ha enseñado, es la plegaria cristiana por excelencia, la síntesis de todo el Evangelio. Supone confianza, intimidad, comunión con el Padre en la oración. Comportarse como hijos de Dios. Y para que nuestra plegaria no sea una simple fórmula, dice Pablo a los Gálatas y lo dice también a nosotros: “Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gal 4,6).
El Señor nos pide, aquí en Getsemaní, como a los Apóstoles: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26,41). Y que no sucumbamos ante el “escándalo de la cruz”, porque el sufrimiento es una fuer-za salvadora. Por eso reprende a Pedro porque quería oponerse a este proyecto (cf. Mt 16,23) e le impide usar la espada, pues – dice el Concilio – el Reino de Dios “no se de-fiende con la espada (cf. Mt 26,51-53), sino que se establece dando testimonio de la verdad y prestándole oído, y crece por el amor con que Cristo, levantado en la cruz, atrae a los hombres a Sí mismo” (DH 11). Jesús no ha venido a suprimir el dolor. Ha venido a acompañar nuestra aflicción con su angustia y a decirnos que, sufriendo con Él y como Él, encontraremos el alma que parecía que habíamos perdido a causa del sufrimiento. Jesús tiene en común con nosotros “la carne y la sangre”, y es semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cf. Heb. 4,14-16), y por eso puede preocuparse de los hombres: “habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven proba-dos” (Heb 2,14-18).
En Getsemaní está Jesús sobre la Roca de la Agonía, es un hombre ante el cual cualquier hombre se puede acercar con confianza, porque su agonía es nuestra agonía, su angustia es nuestra angustia, su sudor de sangre es nuestro sudor de sangre. Por eso no logramos entender el comportamiento de los discípulos elegidos, sus fieles amigos, Pe-dro, Santiago y Juan: “dormían por la tristeza” (Lc 22, 45), “sus ojos estaban cargados” “no habían sido capaces de velar una hora” con el Maestro (cf. Mt 26,43), y, ante el reproche de Jesús, “no sabían qué contestarle” (Mc 14,40). La somnolencia puede ser símbolo del dominio de las tinieblas… Los Apóstoles debían haber acompañado a Jesús con su oración, participar en su “hora” de dolor. Ello exigía una apertura total hacia la voluntad de Dios, como hizo Jesús y dar la vida para la salvación de todos. Quizás los Apóstoles no estaban dispuestos a hacer esto o no tenían el coraje suficiente. ¿Lo tenemos nosotros? ¿Cómo es nuestra oración en Getsemaní, acompañando a Jesús en su “hora de dolor”? Deber del cristiano es la compasión, hacer compañía al Señor que ha quedado solo y sumergido en un profundo dolor. María, la Madre Dolorosa, será nuestro modelo, pues comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Ella entró en la Pasión de su Hijo por su compasión.
“Al finalizar la liturgia del Jueves Santo, decía el Cardenal Ratzinger, la Iglesia imita el camino de Jesús trasladando al Santísimo desde el tabernáculo a una capilla lateral, que representa la soledad de Getsemaní, la soledad de la mortal angustia de Jesús. En esta capilla rezan los fieles; quieren acompañar a Jesús en la hora de su soledad. Este camino del Jueves Santo no ha de quedar en mero gesto y signo litúrgico… Este camino litúrgico nos exhorta a buscar la soledad de la oración” (El camino pascual, Madrid 1990, 113).
Jesús, artífice de nuestra oración
Jesús no sólo ora a su Padre, sino que también ora por nosotros, nos enseña cómo orar y escucha nuestra oración. Nuestra oración – nos dice – debe ser constante y confiada, es decir, debemos tener la certeza de ser escuchados, como aparece en las parábolas “del juez inicuo y de la viuda importuna” (Lc 18,1-8) o “del amigo importuno que busca los panes” (Lc 11,5-8). Para pedir con tenacidad hay que sentirse mendigo y pobre, porque “todo el que pide recibe” (Lc 11,10). Ahora bien, no puede haber oración de petición sin la fe: “Cualquier cosa que pidáis en vuestra oración – nos dice Jesús -, creed que ya la habéis re-cibido y la obtendréis” (Mc 11,24). La insistencia en la oración forma parte de las enseñanzas de Pablo. Dice el Apóstol: Hay que rezar “siempre”, “asiduamente”, “sin desfallecer”, “noche y día”, “con todo tipo de oraciones y súplicas”, dando gracias “continuamente a Dios”. Hay que orar sobre todo en los momentos de dolor y de sufrimiento, y si no sabemos qué hacer, Pablo nos aconseja que invoquemos al Espíritu Santo, que es el Maestro y Guía de nuestra oración. Él “viene en ayuda de nuestra flaqueza” y cuando “no sabemos pedir como conviene”, “el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inenarrables” (Rom 8,26). Jesús, dice de nuevo la Carta a los Hebreos, fue “escuchado” por Dios “por su actitud reverente”. “Él, a pesar de ser Hijo, aprendió sufriendo a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que obedecen en autor de salvación eterna” (5,8-9). Sólo así acompañaremos a Jesús en su oración dolorosa en Getsemaní.