Fr. Artemio Vítores, ofm
El Miércoles de Ceniza comenzamos la Cuaresma, ese “volver a empezar” de cada año. Es un “período fuerte” en nuestra vida cristiana y en la Ciudad Santa tiene resonancias muy especiales. En Jerusalén comenzamos nuestro itinerario penitencial, siguiendo “los pasos de Jesús”, recorriendo los Lugares por donde Él ha pasado: Dominus Flevit, Getsemaní, Flagelación, Litóstrotos, Betania, Betfagé: “aquí el Señor nos amó”, diremos en cada Lugar Santo. Todo terminará en el Calvario y en el Santo Sepulcro, en el Triduo Pascual, cuando volveremos a celebrar el amor infinito de Dios que muere por nosotros y resucita para dar una esperanza a nuestra existencia.
La devoción a la Pasión del Señor tiene una de las manifestaciones más características en el Vía Crucis. Cada viernes, a las tres de la tarde, en especial los viernes de Cuaresma, los hijos de San Francisco con los peregrinos de todo el mundo y fieles locales inician este piadoso ejercicio por las calles de Jerusalén. El Vía Crucis forma parte de la historia de la Iglesia en camino, siguiendo a Jesús, quien en su Pasión y Muerte en la Cruz, es la verdadera víctima expiatoria de nuestros pecados. Lo reflejan claramente las palabras del Autor de la Carta a los Hebreos, que sirven de inicio al actual Vía Crucis: “Jesús, para santificar al pueblo con su sangre, padeció fuera de la puerta (de la ciudad). Así pues, salgamos donde Él, fuera del campamento, cargando con su oprobio; que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Heb 13,12-13).
Hacia el 1880 los hijos de San Francisco iniciaron la costumbre del Vía Crucis comunitario de los viernes, a las 3 de la tarde, el día y a “la hora nona” en que murió Jesús (Mt 27,45), siguiendo el itinerario actual. La celebración del Vía Crucis por las calles de Jerusalén tiene además un valor político de primer orden: Muestra a los judíos y a los musulmanes, siempre proclives a monopolizar la posesión de Jerusalén, que la Ciudad Santa es también la ciudad de Jesús y la ciudad de los cristianos, que siguen a su Maestro por sus calles empinadas cargados con su cruz camino del Gólgota. Aún más. Si Jerusalén es ciudad de oración, pues dice el Señor, “mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos” (Is 56,7), en el Vía Crucis de todos los viernes en Jerusalén, se puede experimentar la necesidad de rezar, deseo muy presente en los judíos, en los cristianos y en los musulmanes. Entre la tercera y la quinta estación es normal el cruce de multitudes de musulmanes que vienen de las mezquitas, después de haber participado en la oración del viernes, día de fiesta para ellos. También se puede ver a judíos que van caminando hacia el Muro del Llanto, para recibir el “Shabat”. Todos se cruzan con los franciscanos, los peregrinos cristianos, los fieles locales que siguen la vía del Calvario, porque allí, aunque sea caminando por la Vía Dolorosa, tienen una cita importante con el Señor.
El “Vía Crucis” es siempre actual, pues es el camino de seguimiento a Jesús: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,27). En el Vía Crucis se ve el deseo de conformarse profundamente a la Pasión de Cristo y la exigencias de la “sequela Christi”, por la cual el discípulo debe caminar detrás del Maestro, llevando cotidianamente la propia cruz. Esto se cumple de un modo muy concreto en el Vía Crucis por las calles de Jerusalén, caminando por los mismos lugares por donde Él pasó: “Aquí” Jesús fue condenado, “aquí” cargó con su Cruz, “aquí” se encuentra con su Madre y con las mujeres de Jerusalén, “aquí” cayó una y otra vez, “aquí” fue crucificado y “aquí” murió en la Cruz”. Cada piedra, cada escalera, o cada calle de Jerusalén nos hablan de Jesús que lleva su Cruz y muere en ella por nosotros y por nuestra salvación. La novedad del Vía Crucis de Jerusalén es que no se limita a la contemplación de la Cruz. Nos adentra en la Pasión y nos conduce a la Pascua, pues en la Ciudad Santa termina ante el Sepulcro Vacío del Señor, en la XVª Estación, con las palabras llenas de esperanza del ángel a las mujeres: “No está aquí. ¡Ha resucitado! Venid a ver el lugar donde lo colocaron”.
Además, en el Vía Crucis de Jerusalén el amor y la devoción a María, “la Mater Dolorosa”, está siempre presente, al conmemorar: en la IVª estación, el encuentro de la Madre con el Hijo; en la XIII, cuando María recibe en sus brazos a su Hijo muerto en la Cruz, en la XIV que recuerda la tristeza y el llanto de la Madre ante la Tumba de su Hijo, tristeza que se convertirá en felicidad indecible al encontrarlo resucitado de entre los muertos. Junto al piadoso ejercicio, que conmemora los dolores de Jesús en su Pasión, está igualmente la devoción a la “Vía Matris Dolorosae”, que ha sido también aprobada por la Santa Sede. Al final del Vía Crucis los franciscanos cantamos, con emoción, ante el Sepulcro Vacío, la antífona preciosa del “Regina coeli”: “Reina del cielo, alégrate, aleluya. Porque el que mereciste llevar en tu seno, aleluya. Resucitó como dijo, aleluya”. María y sus hijos gozamos de felicidad por la resurrección de su Hijo y nuestro hermano, Jesús. Por tanto, el Vía Crucis forma parte del programa de un peregrino y de la vida de Jerusalén, porque es el camino trazado por el Maestro y que debe seguir el discípulo.
El Madero de la Vera Cruz (“Lignum Crucis”) ha atraído con fuerza a los cristianos, y el deseo de verla, de tocarla o de besarla ha sido irresistible. La Vera Cruz, la Roca del Calvario y la Tumba Vacía de Cristo serán los polos de la atracción hacia los que se dirigen todos los cristianos, cuando peregrinan a Jerusalén. Los franciscanos y los demás católicos celebran en la Basílica del Santo Sepulcro dos fiestas de la Cruz: El 7 de mayo, la Invención (Hallazgo) de la Santa Cruz por Santa Elena, y el 14 de Septiembre, la Exaltación de la Santa Cruz. En Jerusalén se recuerdan también otros acontecimientos relacionados con la Cruz:
La “restitución de la Santa Cruz” por Heraclio, la Adoración de la Cruz que se hace el Viernes Santo. Todos adoramos la Cruz, mientras se canta “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. Venid a adorarlo”.
Todos los cristianos adoramos el madero santo, la Cruz en la que fue colgado el Hijo de Dios. Todos llevamos nuestra cruz al cuello, la honramos. La Cruz hace conocer a Dios: “Mirarán al que han traspasado” (Jn 19,37). El peregrino que viene a Jerusalén se acerca al altar de la crucifixión y besa con devoción ese lugar tan sagrado donde estuvo clavada la Santa Cruz. El Crucificado es nuestro Rey porque, como dice el canto del “Vexilla Regis”, “Dios reina desde la cruz” con su amor. “A su trono – escribía San Agustín – acuden los hombres de todas las clases y estados. A Él vienen pobres y ricos, analfabetos y sabios, hombres y mujeres, señores y siervos, ancianos y jóvenes, adultos y niños. A Él vienen judíos y griegos, romanos y bárbaros. ¿Quién puede contar los pueblos que acuden a Él? No subyugó el orbe con el hierro, sino con el leño de la Cruz”.
Si estás en el Calvario, ¡Hazte sin miedo la señal de la cruz! Hazlo con alegría. Y proclama con entusiasmo: “¡Salve, oh Cruz, única esperanza nuestra!”, repitiendo con Pablo: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado, y yo un crucificado para el mundo!” (Gal 6,14). La cruz, erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.
Y todo es obra del amor de Dios. Dice Juan: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna” (Jn 3,16). En la Cruz, Cristo nos amó hasta el extremo, dándose por cada uno de nosotros. Él, dice Pablo, “me ha amado y se ha entregado a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
Sólo así entendemos que en la Cruz levantada sobre el Gólgota se manifiesta el corazón eterno de Dios y que se puede tener confianza en Él, que es por definición “amor crucificado”. El amor olvida el mal, no lo toma en cuenta, perdona todo. Simplemente ama. Porque “Dios es amor” (1Jn 4,16). El cristiano debe anunciar la Cruz a todos como manifestación del amor de Dios: “Es un deber de la Iglesia – dice “la Declaración sobre las religiones no cristianas” – en su predicación anunciar la Cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia” (Nostra Aetate 4). Aquí, en el Calvario, el hombre puede aprender qué es el Amor y quien es Dios, porque donde hay Amor allí está Dios.