EL PERDON DESBORDANTE DE DIOS
Seguimos avanzando en el Camino de la Cuaresma hacia la cumbre de la Pascua. Sigue resonando en nosotros la llamada a la conversión. Esta llamada ya se nos hizo en el comienzo del Camino Cuaresmal: “Conviértete y cree el Evangelio”. Con estas palabras tan impresionantes se nos invitaba de nuevo a buscar el rostro del Dios Vivo, a recibir agradecidos su misericordia y su perdón y a caminar por la senda de las Bienaventuranzas.
A través de esta invitación, de esta llamada se nos está recordando que todos somos pecadores y necesitamos cambiar de vida, abrir el corazón al amor de Dios y ordenar nuestra conducta.
Vivir la Pascua es entrar en comunión con Cristo muerto y resucitado y ello supone la conversión a la que lo largo del Camino Cuaresmal se nos llama en varias ocasiones, para renovar auténticamente nuestro ser hijos de Dios, mediante la renovación de las Promesas Bautismales en la Vigilia Pascual, momento culminante de las Celebraciones de la Pascua y momento central de todo el Año Litúrgico.
La vida cristiana es una auténtica novedad: la novedad que brota de la Pascua.
Hoy cada uno de nosotros somos llamados a sentir, por la proximidad de la Pascua la novedad que Dios quiere llevar a cabo con cada uno de nosotros y por eso hoy nos dice: “realizo algo nuevo; ya está brotando”(Isaías 43. Esta novedad que Dios nos promete,, la lleva a cabo el mismo Cristo. En medio del desierto de este mundo, en el que nos toca vivir, y de nuestra propia vida Cristo hace algo nuevo. Y es que hermanos y amigos hemos de sentir que Cristo quiere hacer esta Pascua algo nuevo en nosotros. En la Noche Santa de Pascua, Dios abrirá para su Iglesia la Fuente del Agua de la Vida, el Bautismo, que es el agua que transforma, que purifica, que nos llena de vida. Por esto renovaremos las Promesas Bautismales queriendo recibir esta novedad de Dios que quiere renovarnos interiormente y que nos llama a dar testimonio de Jesucristo desde esta novedad de vida.
Por ello hoy somos invitados a ponernos delante de Cristo, a empaparnos de su amor por nosotros, que fue lo que llevó a entregar su vida, a morir, por nosotros en la Cruz. Y ponernos delante de Cristo nos lleva a mirarnos en el espejo del Señor y reconocernos pecadores. Sólo quien se reconoce pecador descubre el sentido salvador de la Vida, la Muerte y la Resurrección del Señor. Si olvidamos que murió por nuestros pecados y nos ha reconciliado con Dios, terminamos por convertirle en un simple reformador social, en un hombre ciertamente extraordinario, pero nada más. Entonces olvidamos que es el Hijo Unigénito de Dios vivo, que se ha hecho hombre para hacernos partícipes de la vida divina mediante el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.
Hemos de adentrarnos en la experiencia profunda de dejar que el Señor con su Amor, el Amor que le movió a la Pasión, a entregar su vida por ti y por mí, nos inunde el corazón y nos transforme en hombres y mujeres nuevos.
A través de nuestro pecado nos encontramos con el inmenso amor de Dios que sale a nuestro encuentro y que, como descubrimos en el tríptico de la misericordia que los dos domingos anteriores y este domingo el Evangelio nos ofrece, Dios tiene paciencia y paciencia con cada uno de nosotros y espera que nos abramos a la novedad de vida que en Cristo nos ofrece. (parábola de la higuera, Domingo III de cuaresma) Dios es Padre que sale a nuestro encuentro que abre sus brazos para acogernos cuantas veces necesitamos experimentar su perdón y misericordia (Domingo IV de Cuaresma) Y Dios nos desborda con su perdón, como contemplamos en este Evangelio de hoy (domingo V de Cuaresma) .
Dios ama entrañablemente al pecador y su perdón nos deja desconcertados. Eso sí ,condena el pecado, pero no condena a la persona. ¡Qué gran lección para nosotros!. Cuando nos entre la tentación de juzgar, y juzgar severamente, hemos de mirarnos a nosotros mismos y vernos pecadores, necesitados también de perdón.
Hemos de contemplar la escena del evangelio y sentir las palabras de Cristo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más “(v.11). Hemos de contemplar, como resume San Agustín, <<se encontraron allí la miseria y la misericordia>>. La mujer nos representa a ti y a mí, a todos los pecadores. Encarna a cada uno de nosotros, pecadores, que nos presentamos ante Cristo. El temor y el miedo a la condena, al castigo, se transforman en palabras de alegría, de vida.
Tampoco yo te condeno. ¿Cómo sonarían estas palabras en el corazón de esta mujer?… Tampoco yo te condeno… Jesús le perdona, pero le pide que en adelante no peque más. Solamente el perdón de Dios da las fuerzas para no pecar más. Solamente Dios puede cambiar la existencia humana, porque solamente Él puede perdonar el pecado, raíz de todos los males. Qué bien lo expresa S. Pablo, perseguidor de Jesús antes de su conversión. El encuentro con Cristo resucitado trastoca toda su existencia. A partir de este momento todo lo que para él era timbre de gloria y por lo que luchaba, todo, absolutamente todo, lo considera basura comparado con el conocimiento de Cristo resucitado. (Ver: San Pablo a los Filipenses 3,8).
Estas palabras el Señor las dice a cada uno de nosotros cuando acudimos a Él en el Sacramento del perdón, de la Penitencia. Y cuando confesamos nuestros pecados y recibimos el perdón, algo nuevo empieza en nosotros. ¡Celebremos con frecuencia este mil veces bendito Sacramento de la Reconciliación!.
Hermanos y amigos, El drama de nuestro tiempo consiste en que el hombre ha perdido el sentido del pecado y ya no consigue comprender el misterio de Cristo. Por este motivo, con palabras proféticas del Papa Juan Pablo II, “ante la pérdida del sentido del pecado y la creciente mentalidad caracterizada por el relativismo y el subjetivismo en el campo moral, es preciso que en la comunidad eclesial se imparta una seria formación de las conciencias” (IE, 76). Y es que, hermanos y amigos, el reconocimiento de nuestros propios pecados y la experiencia vivida del perdón, lejos de disminuir nuestra grandeza, nos lleva a crecer en humanidad, en comprensión y en vida evangélica.
Necesitamos acudir a Jesús, necesitamos acoger su perdón, como la mujer adúltera de este domingo. San Agustín sintetiza el momento en que se quedaron solos la mujer pecadora y Jesús: <<Se quedaron los dos solos: la miserable y el misericordioso>>
Acerquémonos al Sacramento de la Penitencia, arrepentidos para escuchar las mismas palabras que Jesús dirigió a la adúltera y que nos dice a cada uno de nosotros a través del sacerdote: Tampoco yo te condeno. Vete en paz y en adelante no peques más. Preparémonos a la Pascua con una buena Confesión.
Hermanos y Amigos que la experiencia del perdón del Señor vaya transformando nuestra vida y vayamos teniendo cada día más los sentimientos y actitudes del Señor. ¡Lleguemos renovados a la Celebración de la Pascua!
Adolfo Álvarez
Sacerdote