LA CUARESMA CAMINO EN EL QUE SE NOS REVELA EL AMOR MISERICORDIOSO Y EL PERDON DE DIOS.
Seguimos avanzando en el Camino Cuaresmal hacia la Pascua. Hemos recorrido más de la mitad del Camino y hoy somos invitados a hacer como “un alto”, para ya después recorrer el último tramo hacia la Cumbre Pascual. Somos invitados a sentir y vivir la alegría por la proximidad de las Fiestas Pascuales. La Iglesia hoy anticipa su alegría por los nuevos hijos que surgirán de las aguas bautismales y también por la renovación de las promesas bautismales que haremos los ya bautizados. Así hoy con toda la Iglesia rezamos al Señor: “que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales”
La Cuaresma que estamos viviendo es un tiempo privilegiado para el actuar de la gracia, un momento para empaparse del amor y de la misericordia de Dios que se ha hecho hombre, uno de los nuestros. Esta experiencia del amor y de la misericordia de Dios nos tiene que llenar de alegría. Alegría que es inmensa cuando abrimos el corazón al don del perdón de nuestros pecados que Dios nos concede por su inmenso amor para con nosotros, por ello hoy se nos llama: “que os reconciliéis con Dios”(2ªlectura).
Hermanos y amigos, si el domingo pasado se nos invitaba a la conversión, a cambiar, a mejorar, hoy el Señor Jesús renueva esta llamada a prepararnos, su llamada a convertirnos. Y lo hace con el mejor argumento, ¡con el único argumento definitivo!: hablándonos del gran y entrañable amor del Padre; Jesús nos habla de la misericordia de Dios. Para ello utiliza un género literario, una parábola: la parábola del Hijo Pródigo o, como dicen los exegetas contemporáneos, la tragedia de un padre que, a pesar de su amor “increíble” a sus hijos, no logra construir una familia unida. Ésa sería, según Jesús, la tragedia de Dios. La parábola del hijo pródigo es una página bellísima y consoladora. Se retratan en ella las miserias humanas y se define la respuesta de Dios a tantas miserias. Se ha predicado mucho de ella; pero siempre es actual porque vuelve a repetirse cada día. Es una joya literaria y espiritual; es un tríptico centrado en el Padre y prolongado en los dos hijos.
Este texto Evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón: Dios es un Padre misericordioso que tiene siempre sus brazos abiertos para recibirnos. Eso sí, tenemos que reconocer que no siempre correspondemos a su amor, que no siempre estamos a la altura de las circunstancias, que hemos pecado, y reconociéndolo decirle desde lo más profundo del corazón: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti “(Lc 15, 18).
Hoy somos invitados a experimentar que Dios siempre es fiel y aunque nos alejemos y nos perdamos, no deja de seguirnos con su amor, perdonándonos y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia sí.
La enseñanza de fondo es el amor que Dios nos tiene. Un amor que no se detiene ante nada: a pesar de nuestro pecado (diríamos que precisamente por nuestro pecado); a pesar de nuestra reincidencia (es la prueba de la fidelidad de Dios). Dios nos ama. Dios nos ama como un Padre. Y, por eso, Dios nos perdona… y nos perdona siempre, siempre, siempre. Nos dice el Papa Francisco: “se cansa primero el hombre de pedir perdón que Dios de perdonarnos”. Todos somos hijos pródigos, todos somos el hijo mayor. Los que nos vamos de la casa paterna y los que nos quedamos en ella. Los primeros, porque rechazamos al Padre. Y, con ello, inevitablemente rechazamos al hermano. Los segundos, porque rechazamos al hermano. Y, con ello, inevitablemente rechazamos al Padre. Y en esto consiste la naturaleza del pecado y su gravedad. Alguien ha definido a la nuestra como la cultura de la increencia. Es decir, la cultura que está convencida de que Dios es algo innecesario y hasta perjudicial. La cultura que afirma que, en la casa del Padre, no se puede ser libre ni feliz. La cultura que está, por eso, engendrando hijos huérfanos de Padre, y, por consiguiente, carentes de hermanos. Todos estamos tentados de mundanidad, volviéndonos tan mundanos que pensamos y actuamos como los que no son cristianos.
Por ello hoy se nos invita a la conversión viviendo y experimentando la reconciliación, el abrazo sanador y salvador de Dios que nos da el gran regalo del abrazo del perdón. Dios quiere hacernos llegar su perdón a través del Sacramento de la penitencia, Sacramento mil veces bendito. Nos lo dice hoy san Pablo en su carta a los Corintios: Dios nos encargó el ministerio de la reconciliación (2Cor, 5, 18). Dios es para nosotros, un Padre, rico en clemencia y misericordia. También Él nos espera a nosotros con los brazos abiertos para celebrar con gozo la Pascua y aumentarnos las fuerzas que necesitamos para renovar nuestra vida.
Ahora bien, hermanos, para que Dios pueda actuar, Él pide de nosotros una condición, tal como lo hizo el hijo en la parábola: Que conozcamos y reconozcamos en humildad nuestra culpa; que nos arrepintamos de nuestros pecados y faltas; que confiemos en la misericordia de Dios; que volvamos a la casa del Padre. Es la misma actitud que el sacramento de la confesión pide de nosotros. Así entendemos que la parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso es la parábola e historia de la vida humana, la parábola e historia de nuestra propia vida: de nuestra miseria y de la misericordia de Dios para con nosotros. Tenemos un Padre tan bueno en el cielo quien nos ama a pesar de toda nuestra debilidad, más aún: quien nos ama a causa de nuestra debilidad.
Volvamos, por eso, filialmente hacia ese Padre tan bueno, entreguémonos sin reservas a Él, pongamos nuestras vidas en sus manos misericordiosas. Entonces Él nos acogerá de nuevo como sus hijos predilectos y nos hará experimentar su fidelidad, su amor y su generosidad sin límites. Y no seamos como el hijo mayor, que si nunca había roto un plato, pero no se había enterado que era hijo. No caigamos en la tentación de que como ya estoy en la Iglesia, como ya colaboro en la parroquia… porque puedo no tener experiencia de la misericordia entrañable de Dios para conmigo.
Hermanos y Amigos, ese sabernos y sentirnos hijos de Dios Padre es un regalo, una gracia de Dios. La experiencia del perdón es una gracia y un don. No lo olvidemos el mayor don de Dios, después del don de la vida, es el perdón de nuestros pecados. Por ello, con la ayuda del Espíritu Santo preparémonos a celebrar el Sacramento de la Reconciliación con una buena confesión que nos haga experimentar las maravillas que Dios obra en nosotros a través de este Sacramento, que nos deja nuevos, que nos sana y cura de todas las heridas que el pecado deja en nosotros. Y así lleguemos renovados a la Cumbre de la Pascua.
Descansemos en el Corazón de Cristo, Corazón que nos muestra el inmenso amor de Dios que no se cansa de repartir misericordia. Corazón que es remanso de paz, pues la experiencia del perdón nos da una paz enorme.
Hermanos y Amigos, sigamos adelante en el camino de la Cuaresma hacia la Pascua. La experiencia de este Padre que mantiene abiertos sus brazos para acogernos, la experiencia del abrazo sanador y salvador de su perdón nos esponje y nos ayude a crecer en la fe, a vivir más auténticamente nuestro ser cristianos, en definitiva a que deje huella en nosotros la Celebración de la próxima Pascua.
Adolfo Álvarez. Sacerdote