Cristo que cargó con nuestros males sigue sanando hoy.
Seguimos contemplando a Jesús que “habla con autoridad”, pues aquello que dice lo cumple en sus acciones, en sus gestos. Y hoy vemos esta autoridad en la curación de este leproso que acude a Él con humildad y con confianza plena en Él, expresándole “si quieres puedes limpiarme”.
Leyendo los evangelios se ve que lo más duro para Jesús fue ver el sufrimiento de los seres humanos. En la intimidad con el Padre misericordioso, la compasión fue una característica inspiradora de su actividad curativa e incluso de su muerte injusta en la cruz; en vez de matar prefirió morir y ser fiel al proyecto de un mundo, en el cual los seres humanos se unan para superar los males y acabar con el sufrimiento. Este rasgo se manifiesta de modo especial en el evangelio de hoy. La lepra era entre los judíos no solo enfermedad sino también maldición de Dios; por eso estaba totalmente prohibido el acercamiento a los leprosos que vivían alejados de la ciudad. Movido a compasión, Jesús no solo se acerca sino que toca con su mano al leproso. Rompe así con una legislación inhumana.
Nuevamente se nos insiste en algo que venimos redescubriendo los últimos domingos: el discípulo de Jesús no puede vivir ajeno a los demás. Si no le afectan como propias las circunstancias en que viven los otros, es que no tiene la sensibilidad del Maestro, no tiene “la autoridad” de Jesús. Si no le duelen las miserias, dificultades, necesidades, pobrezas… de los otros, no vive como discípulo del Señor. Si no “toca”, es decir, si no comparte, sobre todo, la situación que afecta a los que sufren, la situación de los pobres y de los sencillos, no podrá anunciarles los valores del Reino.
Hoy se pone ante nosotros también la realidad de la “lepra” en la jornada de Manos Unidas, Campaña contra del hambre en el mundo, este año con el lema: “Contagia solidaridad para acabar con el hambre”. “Si quieres, puedes limpiarme” suplicaba a Jesús el leproso en el evangelio de este domingo, pues desde diversos continentes, países y circunstancias, miles de hermanos nuestros nos alzan su voz: si quieres, puedes ayudarme. ¡Lo necesito!.
Manos Unidas, como organización católica, es una mano prolongada de Jesús que, en nombre de distintas necesidades, nos interpela sobre un gran drama del mundo: mientras unos no sabemos qué comer, otros no tienen qué comer.
¿Quieres limpiarme? Es el interrogante y la súplica que, hermanos nuestros, silabean a nuestro ser cristiano. El Papa Emérito Benedicto XVI en la encíclica Deus Caritas est, nos señala que “el amor –caritas- siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor” (28-b).
Esta jornada de Manos Unidas nos alienta en ese sentido. Nuestra limosna lejos de ahondar o perpetuar la escasez, aterriza donde los poderosos no quieren o no les interesa invertir o llegar. Hoy, además de nuestro donativo, ponemos el amor en aquello que ofrecemos. Sabemos que otro mundo puede ser posible, y situamos –junto a lo material- el amor que lo hace todo diferente.
¿Puedo cambiar, yo sólo, el mundo? Nos podemos preguntar. Posiblemente no. Pero el grano ayuda a rebosar el granero y ayuda al compañero. Y, en este domingo, sentimos una gran satisfacción: sabemos que con nuestra aportación suceden pequeños y grandes milagros, donde menos pensamos: la sequía da lugar a un pozo de agua, la falta de asistencia aflora en un gran hospital, la incultura desaparece al levantarse escuelas, los niños abandonados son atendidos en orfanatos, las tierras estériles se convierten en terrenos fértiles. Y así, podríamos enumerar un sinfín de ejemplos y de testimonios, que nos dicen que, ciertamente el mundo cambia en algo y para alguien en un lugar concreto, cuando uno da un poco de sí mismo y de lo que tiene. La experiencia vivida con la crisis mundial generada por esta pandemia del Covid-19 que estamos atravesando ha de seguir despertando lo mejor de las personas abriéndonos a vivir con intensidad la solidaridad, una solidaridad que nos abre a los demás, al sentido comunitario de la existencia, a la reciprocidad y a la responsabilidad de cuidarnos los unos a los otros. Nuestro compartir hace visible el amor de Dios, por ello cuando no lo hacemos ocultamos su Rostro, no somos testigos de su Presencia.
De aquí que cada uno de nosotros también seamos leprosos, tenemos la lepra del pecado y necesitamos ser curados, sanados por Jesús y por ello hemos de acercarnos a Cristo en sus sacramentos con la actitud humilde y confiada del leproso del evangelio y suplicarle “si quieres, puedes limpiarme”.
Hermanos y amigos, sólo tenemos que seguir los pasos del leproso del evangelio y Jesús no nos cura solo una vez sino cuantas veces tengamos necesidad de su misericordia. Por eso no dejemos de acudir al Sacramento de la Penitencia donde el Señor nos “toca” y nos cura, nos sana. ¡Redescubramos la necesidad y la eficacia de la confesión sacramental para nuestra vida cristiana, para ser sanados de nuestras “lepras” por Cristo, nuestro Salvador.
Y siendo sanados por Él que nuestros labios y nuestro actuar alabe al Señor que obra maravillas cuando ponemos nuestra confianza en su amor y su misericordia, como hizo el leproso del evangelio que proclamó a los cuatro vientos las maravillas que el Señor obró en él.
El testimonio de lo que Dios obra en nosotros y el compromiso de caridad fraterna son esenciales en nuestra vida de cristianos.
Que nuestra vida testimonio de la caridad de Dios para con nosotros, abajándose a nuestras lepras y sea alabanza por las maravillas que sigue obrando en nosotros siempre que le abrimos el corazón.
Adolfo Álvarez. Sacerdote