CRISTO, EL QUE SANA Y SALVA A LA HUMANIDAD
Somos convocados de nuevo en el Domingo, día en que Cristo ha vencido al pecado, al mal y a la muerte con su Resurrección.
El Evangelio de hoy nos manifiesta, con toda claridad, al contarnos la actividad de un día de Jesús en Cafarnaúm, las dos grandes dimensiones en la vida de Jesús: La dimensión horizontal, ayudando a los hombres en su miseria. Y la dimensión vertical, estando unido con el Padre por medio de la oración.
Se nos presenta hoy Cristo como la salvación del hombre, como el médico que sana todas nuestras enfermedades y dolencias. Es el Dios hecho hombre que sana los corazones destrozados, como proclamamos hoy en el salmo responsorial. Se reconoce como enviado por Dios para llevar la Buena Noticia a los que sufren .
Qué gran lección la que Jesús nos da: sale con sus discípulos de la sinagoga y en la casa de Pedro, actúa maravillosamente. Una vez más habla con autoridad: hace lo que dice. Habla, camina, entra en casa de Pedro y cura. Las obras le acompañan. Las obras le hacen eco. No necesita más refrendo ni más marketing que su infinita misericordia. Repito: ¡sus obras le acompañan! .
Todos sabemos que el Evangelio está lleno de sus pruebas de amor hacia sus hermanos, los hombres. Siempre tiene tiempo para ellos. A todos los acoge con un corazón abierto. Nunca niega su ayuda a los que tienen confianza en Él. Y sus predilectos son los enfermos, los necesitados, los marginados. Realmente, Cristo colma a los hombres con su amor, sus beneficios, sus milagros. Hoy somos interpelados a hacer los gestos que Jesús hacía sirviendo a los demás, sirviendo a los más necesitados.
Ahora bien, sólo una vida profunda es capaz de recomponer las fuerzas gastadas a favor de los demás. Miremos al Señor; se retira a un descampado. No se conforma con hacer el bien. Sabe que, de igual forma, ha de estar en comunión con el Supremo, con Aquel que es su fortaleza, y por eso “Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar”. Jesús tiene necesidad de relacionarse con el Padre, de estar en comunión constante con Él. De aquí saca las fuerzas para todas las acciones que vemos realiza a favor de los demás y para cumplir la voluntad del Padre. De aquí sacamos nosotros ejemplo y lección de cómo para cada uno vivir nuestro ser cristiano desde la vocación a la que fuimos llamados necesitamos también momentos de intimidad con Dios, momentos de oración. Creo que podemos decir que la oración es a la vida cristiana lo que el aire a la respiración. La oración nos es imprescindible para mantener y fortalecer nuestra confianza en Dios y mantener nuestra esperanza y poder ser después portadores de esta esperanza a los demás .
Hermanos y Amigos, si nuestro seguimiento de Cristo es auténtico, tiene que darse en estas mismas dos dimensiones: el compromiso con los hermanos y la unión con Dios. Por eso, un padre de la Iglesia dice que la vida del cristiano auténtico se representa en la cruz. El madero horizontal simboliza el amor hacia los demás; el madero vertical simboliza el amor hacia Dios.
Nosotros hoy queriendo seguir al Señor hemos de reconocernos enfermos, reconociendo todos esos espíritus inmundos que nos dominan en muchas ocasiones, y dejarnos tocar por Él que nos sana y nos levanta. Y hemos de ser hombres y mujeres de Oración, de buscar y tener cada día momentos de oración, de intimidad con el Señor. Y todo ello para ser hoy testigos del Señor. Que también cada uno de nosotros digamos desde lo más profundo del corazón: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio”.
Por eso tenemos que preguntarnos si acudimos a Él y dejamos que nos sane en lo más profundo del corazón de todo aquello que nos separa de Dios y de los demás. Y preguntémonos si somos coherentes apoyados en la Gracia de Dios o si nos puede el respeto humano, el miedo la cobardía o la indiferencia a la hora de manifestar y testimoniar a Jesús como nuestro Salvador.
Hemos de “buscar” al Señor como hacían aquellas gentes y participar plenamente de su salvación dándole gracias por su misericordia y las maravillas que obra en nuestros corazones.
Que el Señor sea nuestra Luz y nos acompañe siempre ayudándonos a hacerle presente en nuestro mundo de hoy llevando la fuerza de la gracia del Señor a quienes sufren, pues solo Él es la verdadera felicidad del hombre.
Adolfo Álvarez. Sacerdote