Mira. Vamos a hacer ese viejo juego que tú también has hecho, sin duda de niño (Jesús coge un diente de león que se yergue entre las piedras y que ha alcanzado ya la plena maduración, se lo lleva delicadamente a la altura de la boca, sopla y… se disgrega en minúsculos vilanos que se esparcen por el aire, vagando con su borlita mantenida derecha por el minúsculo manguito). ¿Ves? Mira… ¿Cuántos han caído en mis rodillas, cual enamorados de mí? Cuéntalos… Son veintitrés.
Eran, por lo menos, el triple. ¿Y los otros? Mira. Unos siguen vagando por el aire; otros, como por demasiado peso, han caído ya al suelo; algunos, orgullosos, suben, vanagloriándose de su penacho de plata; otros caen en ese barrillo que hemos formado con nuestros odres. Sólo… Mira, mira… incluso de los veintitrés que tenía en mis rodillas siete se han ido; ha sido suficiente el vuelo de ese abejorro para que se marcharan… ¿Temían algo?: quizás el aguijón; ¡los ha seducido algo?: quizás los hermosos colores negros y amarillos, o el aspecto gallardo, o las alas irisadas… Se han ido… tras una belleza falaz… Simón, lo mismo sucederá con mis discípulos.
Unos por nerviosismo, otros por inconstancia, o por estar demasiado cargados, o por orgullo, o por ligereza, por amor al fango, por miedo o ingenuidad, se irán. ¿Tú crees que a todos los que ahora me dicen: «Voy contigo» los veré a mi lado cuando llegue la hora decisiva de mi misión? Los vilanos de ese diente de león que creó mi Padre eran más de setenta… ahora, en mis rodillas, hay sólo siete, pues otros se han ido también, por este movimiento del aire que ha hecho decir «sí» a los tallitos más delgados. Así será. Y pienso en las luchas que libráis por manteneros fieles a mí… Ven, Simón, vamos a ver esas libélulas que danzan sobre la superficie del agua, a menos que prefieras descansar.
-No, Maestro. Tus palabras me han entristecido. Espero que no te abandone el leproso curado, el perseguido al que Tú rehabilitaste, el hombre solitario a quien has dado compañía, el nostálgico de afecto al que has abierto el Cielo para que encontrase amor y el mundo para que lo diera… Maestro… ¿qué piensas de Judas? El año pasado lloraste conmigo por él.
Luego… no sé… Maestro, deja esas dos libélulas, mírame a mí, escúchame, esto que te voy a decir no se lo diría a ningún otro, ni a los compañeros ni a ningún amigo, pero a ti sí: no logro amar a Judas; lo confieso. Es él quien rechaza mi deseo de amarlo. No quiero decir que me trate con desprecio, no; es más, hasta incluso se muestra cortés con el viejo Zelote, al que intuye más experto que los demás en el conocimiento de los hombres. Es su modo de actuar. ¿Te parece sincero? Dímelo.
Jesús guarda silencio durante unos momentos, como cautivado por las dos libélulas, que se han posado apenas tocando el agua y que con sus élitros irisados dibujan un pequeño arco iris, un especioso arco iris que sirve para atraer a un mosquito curioso, que acaba devorado por uno de los voraces insectos, el cual a su vez cae en vuelo víctima de un sapo que estaba agazapado (sapo o rana, no lo sé), que se la come junto con el mosquito que había cazado.
Jesús se mueve, se levanta, pues casi se había echado para observar estos pequeños dramas de la naturaleza, y dice:
-Así es: la libélula tiene fuertes mandíbulas para nutrirse de hierbas, y alas fuertes para derribar a los mosquitos; la rana, garganta ancha para tragarse a las libélulas. Cada uno tiene lo suyo, y lo suyo usa. Vamos, Simón, que los otros se están despertando.
-No me has respondido, Señor; no has querido hacerlo.
-¡Pero si te he respondido! Mi sabio senequita, medita y hallarás…
Y Jesús, remontando el lecho guijarroso, va donde los discípulos, que se están despertando y ya lo buscan.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta