Veo a Jesús que va solo por un camino sombreado; parece un fresco vallecito rico en aguas. Digo «vallecito» porque está ligeramente enclavado entre pequeñas elevaciones del terreno y porque además por su centro discurre un riachuelo. El lugar está desierto en la hora matutina. Hay, sobre todo, olivos, especialmente en la colina de la izquierda, mientras que la otra, menos provista de vegetación, tiene arbustos bajos de lentisco, acacias espinosas, pitas, etc. etc. Debe acabar de nacer el día, un bonito día sereno de principios de verano, y, si quitamos el canto de los pájaros entre los árboles y el arrullo lamentoso de tórtolas salvajes que hacen sus nidos en las quiebras del monte más árido, no se oye nada más.
Incluso el pequeño torrente, de aguas muy escasas, reducidas sólo al centro del lecho, parece no hacer rumor alguno y se desliza reflejando en ellas el verde de los alrededores, por lo que parece de color esmeralda oscuro.Jesús atraviesa un puentecito primitivo: un tronco semi alisado, colocado por encima del torrente, sin protecciones laterales (un puente que no ofrece seguridad), y continúa por la otra orilla.
Ahora se ven muros y puertas y se ve también arremolinarse en las puertas todavía cerradas a mercaderes de hortalizas u otros alimentos, para entrar en la ciudad. Hay un gran rebuznar de asnos, y coces entre ellos; tampoco bromean los propietarios de los mismos. Y hay insultos… y también vuela algún porrazo, no sólo sobre los costados asnales, sino incluso sobre las cabezas humanas.
Dos se enzarzan seriamente por causa del burro de uno, que se ha servido de la magnífica cesta de lechugas del otro burro comiéndose una buena cantidad. Tal vez es sólo un pretexto para desfogarse de un viejo resentimiento. El hecho es que de debajo de los vestidos, que llegan sólo hasta las pantorrillas, aparecen dos feos cuchillos cortos, anchos como una mano: semejan dagas seccionadas pero bien afiladas, y brillan al sol. Gritos de mujeres, vocerío de hombres.
Nadie interviene para separar a estos dos, que están ya preparados para el rústico duelo. Jesús, que iba caminando meditabundo, levanta la cabeza, ve, y con paso velocísimo, acude a separarlos.
– ¡Quietos, en nombre de Dios! – ordena.
– ¡No! ¡Quiero terminar de una vez con este maldito perro!.
– ¡Yo también! ¿Te gustan las orlas? Te voy a hacer una con tus tripas.
Los dos giran alrededor de Jesús, dándole empujones, insultándolo para que se quite de en medio, tratando de clavarse los cuchillos; pero no lo consiguen, porque Jesús con movimientos inteligentes del manto desvía los cuchillos y dificulta la precisión de los golpes. Ya su manto presenta algunos jirones.
La gente chilla: –
– Salte, nazareno, pagarás Tú las consecuencias.
Pero Él no se mueve y trata de restablecer la calma, llamando la mente a Dios. ¡Inútil! La ira tiene enloquecidos a los dos contendientes.
Jesús emana milagro. Manda por última vez: –
– ¡Os ordeno estaros quietos!
– ¡No! ¡Quítate! ¡No te metas donde no te llaman, perro nazareno!
Entonces Jesús extiende las manos, con aspecto de potencia fulgurante. No dice ni una palabra, pero las hojas de los cuchillos caen desmenuzadas al suelo, como si fueran de cristal y hubieran pegado contra una peña. Los dos miran los mangos cortos, inservibles, que han quedado entre sus dedos. El estupor apacigua la ira. La multitud grita de asombro.
– ¿Y ahora? – pregunta Jesús severo – ¿Dónde está vuestra fuerza?
Los soldados que estaban de guardia en la puerta, habiendo acudido a los últimos gritos, miran también estupefactos, y uno se agacha a recoger los fragmentos de las hojas y, no creyendo que sean de acero, los prueba en la uña.
– ¿Y ahora? – repite Jesús – ¿Dónde está vuestra fuerza?, ¿en qué basáis vuestro derecho?; ¿en esos trozos de metal que ahora son fragmentos entre el polvo?, ¿en esos trozos de metal que no tenían más fuerza que la del pecado de ira contra un hermano y que os despojaba de toda bendición divina y, por tanto, de toda fuerza? ¡Oh…, míseros quienes se fundan en medios humanos para vencer, sin saber que no es la violencia, sino la santidad, lo que nos hace vencedores en la Tierra! ¡Y no sólo en ella, pues, efectivamente, Dios está con los justos!.
Oíd, todos vosotros de Israel, y también vosotros, soldados de Roma: la Palabra de Dios habla para todos los hijos del hombre, y no será el Hijo del hombre quien se la niegue a los gentiles. El segundo de los preceptos del Señor es precepto de amor hacia el prójimo. Dios es bueno y quiere benevolencia en sus hijos. Quien no es benévolo con su prójimo no puede llamarse hijo de Dios ni puede tener a Dios consigo. El hombre no es un animal sin razón que se lanza y muerde por derecho a la presa.
El hombre tiene una razón y un alma: por la razón debe saberse guiar como hombre, por el alma debe saber hacer esto santamente. Quien no lo hace así, se pone por debajo de los animales, se rebaja al abrazo con los demonios, porque endemonia su alma con el pecado de ira.
Amad. No os digo más que eso. Amad a vuestro prójimo como desea el Señor Dios de Israel. No seáis siempre de la sangre de Caín. Y, ¿por qué lo sois?: vosotros, que podríais ser ya homicidas, por pocas monedas; otros, por unos pocos palmos de tierra, por un puesto mejor, por una mujer. ¿Qué son estas cosas? ¿Son cosas eternas? No. Duran mucho menos que la vida, la cual, a su vez, dura un instante de eternidad. ¿Y qué perdéis si las seguís?: la paz eterna prometida a los justos, la que el Mesías os traerá junto con su Reino. Venid por el camino de la Verdad, seguid la Voz de Dios. Amaos. Sed honestos. Sed continentes. Sed humildes y justos. Marchaos y meditad.
-¿Quién eres Tú que dices semejantes palabras y reduces a pedazos las espadas con tu voluntad? Sólo uno hace estas cosas: el Mesías. Ni siquiera Juan el Bautista es superior a Él. ¿Eres Tú el Mesías? – preguntan tres o cuatro.
– Lo soy.
– ¿Tú? ¿Eres Tú el que cura a los enfermos y predica a Dios en Galilea?
– Soy Yo.
– Mi anciana madre está muriéndose. ¡Sálvala!
– Y yo, ¿ves? Estoy perdiendo las fuerzas a causa de los dolores. Tengo hijos todavía pequeños. ¡Cúrame!
– Ve a tu casa. Tu madre esta noche te preparará la cena; y tú, queda curado. ¡Lo quiero!
La muchedumbre grita. Luego dicen:
– ¡Tu Nombre! ¡Tu Nombre!
– ¡Jesús de Nazaret!
– ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Hosanna! ¡Hosanna!.
La multitud está alborozada. Los asnos pueden hacer lo que quieran, que ya nadie se preocupa de ellos. Algunas madres acuden desde la ciudad- se ve que se ha corrido la voz- y aúpan a sus pequeñuelos. Jesús bendice y sonríe tratando de abrirse paso en el círculo de personas que aclaman, para entrar en la ciudad e ir a donde quiere.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta