La contemplación de la muerte es escuela de la vida. Quisiera poder conduciros a todos ante la muerte y decir: «Sabed vivir como los santos para sufrir sólo esta muerte: pasajera separación del cuerpo del espíritu, para luego resucitar en triunfo , » eternamente, reintegrados, dichosos».
Todos nacemos desnudos. Todos morimos y venimos a ser restos destinados a corromperse. Reyes o pordioseros, así se nace, así se muere. Y aunque el fasto del rey permita una más duradera conservación del cadáver, sigue siendo la desintegración el destino de la carne muerta. Las mismas momias, ¿ qué son? ¿Carne? No. Materia fosilizada por las resinas, lignificada. No será víctima de los gusanos, por haber sido vaciada y quemada por los extractos, pero sí de la carcoma, como una madera vieja.
Pero el polvo se convierte de nuevo en polvo, porque así lo ha dicho Dios. Y a pesar de todo, por el solo hecho de que este polvo haya envuelto al espíritu y por éste haya sido vivificado, hay que pensar que, cual cosa que ha tocado una gloria de Dios -tal es el alma del hombre-, hay que pensar que es polvo santificado de forma no distinta de los objetos que han estado en contacto con el Tabernáculo.
Al menos hubo un momento en que el alma fue perfecta: mientras el Creador la creaba. Si después la Mancha la desfiguró, quitándole perfección, no obstante, por el solo hecho de su Origen ya comunica belleza a la materia, y por esa belleza que viene de Dios el cuerpo se embellece y merece respeto. Somos templos y como tales, merecemos honor, de la misma forma que siempre reciben honor los lugares en que estuvo el Tabernáculo.
Dad, pues, a los muertos la caridad de un descanso venerado en espera de la resurrección, viendo en la admirable armonía del cuerpo humano la mente divina que lo ideó y el divino pulgar que lo modeló con perfección, y venerando incluso en el cadáver la obra del Señor.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta