¿Creéis que en las cárceles están sólo los delincuentes? La justicia humana tiene un ojo ciego y el otro alterado por perturbaciones visuales, y es así que ve camellos donde hay nubes o confunde una serpiente con una rama florecida. Juzga mal. Y peor todavía porque es frecuente que el que la dirige cree nubes de humo para que la justicia vea peor aún. Pero, aunque todos los presos fueran ladrones y homicidas, no es justo que nosotros nos hagamos ladrones y homicidas quitándoles la esperanza del perdón con nuestro desprecio.
¡Pobres presos! Sintiéndose bajo el peso de su delito, no se atreven a alzar los ojos a Dios. En verdad, cargan sus cadenas más el espíritu que los pies. Pero, ¡ay si desesperan de Dios!: unen entonces a su delito hacia el prójimo el de la desesperación de obtener perdón. La cárcel, como la muerte en el patíbulo, es expiación. Pero no basta con pagar la parte debida a la sociedad humana por el delito cometido; hay que pagar también, y principalmente, la parte debida a Dios, para expiar, para obtener la vida eterna. Y el que es rebelde y está desesperado sólo expía respecto a la sociedad.
Al condenado o al prisionero vaya el amor de los hermanos. Será una luz entre las tinieblas. Será una voz. Será una mano que señala hacia lo alto, mientras la voz dice: «Que mi amor te exprese que también Dios te ama, Él, que me ha puesto en el corazón este amor hacia ti, hermano desventurado», y la luz permite vislumbrar a Dios, Padre compasivo. Con mayor razón aún, vaya vuestra caridad para consuelo de los mártires de la injusticia humana, de los que no son culpables de ninguna manera, o de aquellos que han sido conducidos a matar por una fuerza cruel.
No añadáis vuestro juicio donde ya se ha juzgado. No sabéis la razón de por qué un hombre pudo matar. No sabéis tampoco que muchas veces el que mata no es sino un muerto, un autómata carente de razón porque un incruento asesino se la ha quitado con la mezquindad de una cruel traición. Dios sabe las cosas.
Basta. En la otra vida se verán muchos de las cárceles, muchos que mataron y robaron, en el Cielo, y se verán muchos, que parecieron sufrir robo y muerte homicida, en el Infierno, porque, en realidad, los verdaderos ladrones de la paz, honradez, confianza ajenas, los verdaderos asesinos de un corazón, fueron ellos: las pseudo-víctimas: víctimas sólo en cuanto que recibieron en el extremo momento el golpe, pero después de que durante años, en el silencio, lo habían descargado ellos.
El homicidio y el hurto son pecados. Pero, entre quien mata y roba arrastrado por otros a estas acciones y luego se arrepiente, y quien induce a otros al pecado y no se arrepiente de ello, recibirá mayor castigo el que induce al pecado sin sentir remordimiento. Por tanto, no juzgando nunca, sed compasivos con los presos. Pensad siempre que, si fueran castigados todos los homicidios y robos del hombre, pocos hombres y mujeres no morirían en las cárceles o en los patíbulos.
¿Esas madres que conciben y luego no quieren traer a la luz el propio fruto, cómo habrán de llamarse? ¿No hagamos juegos de palabras! Digámosles sinceramente su nombre: ‘Asesinas». ¡Los hombres que roban reputaciones y puestos, cómo los llamaremos? Pues sencillamente como lo que son: «Ladrones». ¡Esos hombres y mujeres que por ser adúlteros o por ser atormentadores familiares para con los suyos, impulsan a éstos al homicidio o al suicidio -y lo mismo los grandes de la tierra que llevan a la desesperación a sus subordinados, y con la desesperación a la violencia-, qué nombre tienen? Éste: «Homicidas». ¿Y entonces? ¿No huye ninguno? Ya veis que se vive sin darle mayor importancia a la cosa en medio de estos presidiarios escapados a la justicia, que llenan las casas y las ciudades, que nos pasan rozando por las calles y duermen en las posadas con nosotros y con nosotros comparten la mesa. ¿Y quién está libre de pecado?.
Si el dedo de Dios escribiera en la pared de la sala en que celebran su festín los pensamientos de los hombres -en la frente- las acusadoras palabras de lo que fuisteis, sois o seréis, pocas frentes llevarían escrita, con letras de luz, la palabra «inocente». Las otras frentes, con letras verdes como la envidia, o negras como la traición, o rojas como el delito, llevarían las palabras «adúlteros», «asesinos'». «ladrones», «homicidas».
Sed pues, sin soberbia, misericordiosos para con los hermanos menos afortunados, humanamente, que están en las cárceles expiando lo que vosotros no expiáis por la misma culpa: saldrá beneficiada vuestra humildad.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta