Visteis a María de Lázaro ungir mis miembros en la cena del sábado en Betania. En esa ocasión os dije: «Ella me ha preparado para la sepultura». En verdad lo hizo. No para la sepultura -ella creía que ese dolor estaba aún lejano-, pero sí para purificar mis miembros de todas las impurezas del camino, para ungirlos y así subiera perfumado con óleo balsámico al trono.
La vida del hombre es un camino. La entrada del hombre en la otra vida debería ser la entrada en el Reino. A todo rey se le unge y perfuma antes de subir a su trono y mostrarse a su pueblo. También el cristiano es un hijo de rey, que recorre su camino en dirección al reino a donde el Padre lo llama. La muerte del cristiano no es sino la entrada en el Reino para subir al trono que el Padre le ha preparado. La muerte -para aquel que, sabiendo que está en su gracia, no teme a Dios- no infunde espanto.
Ahora bien, purifíquese de todo residuo el cuerpo de aquel que deba subir al trono, para que se conserve hermoso para la resurrección; y purifíquesele el espíritu, para que resplandezca en el trono que el Padre le ha preparado para que aparezca con la dignidad que corresponde al hijo de tan gran rey. Aumento de la Gracia, cancelación de los pecados de que el hombre tenga pleno arrepentimiento, suscitación de ardoroso deseo del Bien, comunicación de fuerza para el combate supremo: esto ha de ser la unción que se dé a los moribundos cristianos; o, dicho más propiamente, a los cristianos que estén para nacer, porque en verdad os digo que el que muere en el Señor nace a la vida eterna.
Repetid el gesto de María en los miembros de los elegidos. Y que ninguno lo considere indigno de él. Yo acepté de manos de una mujer aquel óleo balsámico. Que todo cristiano se sienta honrado considerándolo una gracia suprema que le viene de la Iglesia de la que es hijo, y que lo acepte del sacerdote para quedar limpio de sus últimas manchas. Y que todo sacerdote gustosamente repita en el cuerpo de su hermano moribundo el acto de amor de María para con el Cristo penante. En verdad os digo que aquello que en aquella ocasión no hicisteis conmigo, dejando que una mujer os llevara la delantera -y ahora pensáis en ello con mucho dolor- podéis hacerlo en el futuro, y tantas veces cuantas sean las que os inclinéis con amor hacia un moribundo para prepararlo para su encuentro con Dios.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta.