El Sumo Sacerdote da a José la ramilla florecida, y, poniéndole la mano en el hombro, le dice:
– No es rica, y tú lo sabes, la esposa que Dios te dona, pero posee todas las virtudes. Hazte cada día más digno de Ella.En Israel no hay flor alguna tan linda y pura como Ella.
José está todo humilde junto al majestuoso Sacerdote. Una pausa silenciosa y éste le dice:
– María debe manifestarte un voto que ha hecho. Ayúdala en su timidez. Sé bueno con la mujer buena.
– Pondré mi virilidad a su servicio y ningún sacrificio por Ella me pesará. Estate seguro de ello.
– Ven, María – dice el Pontífice – Éste es el esposo que Dios te ha destinado. Es José de Nazaret. Ahora os voy a dejar. Que el Señor os mire y os bendiga, os muestre su rostro y tenga siempre piedad de vosotros.
Los dos prometidos están el uno enfrente del otro. María, toda colorada, tiene la cabeza agachada. José, también ruborizado, la observa buscando las primeras palabras que decir.
Al fin las encuentra y una sonrisa ilumina su rostro. Dice:
– Te saludo, María. Te vi cuando eras una niña de pocos días…. No nos conoces porque viniste aquí siendo muy pequeñita. Pero en Nazaret todos te quieren y piensan en ti, y hablan de la pequeña María de Joaquín, cuyo nacimiento fue un milagro del Señor, que hizo verdecer a la estéril… Yo me acuerdo de la tarde en que naciste…Todos la recordamos por el prodigio de una gran lluvia que salvó los campos y de una violenta tormenta durante la cual los rayos no quebraron ni siquiera un tallito de brezo silvestre, tormenta que terminó con un arco iris de dimensiones y belleza no vistas nunca más. Y… ¿quién no recuerda la alegría de Joaquín? ¡Tenía razón al admirarte y al decir que no existe ninguna más hermosa que tú! ¿Y tu madre? Llenaba con su canto el ángulo en que estaba tu casa. Yo hice tu cuna, una cunita toda de entalladuras de rosas, porque así la quiso tu madre. Quizás esté todavía en la casa, ahora cerrada… Yo soy viejo, María (José tiene sobre treinta años ). Cuando naciste, yo ya hacía mis primeros trabajos. Ya trabajaba… ¡Quién me iba a decir que te hubiera tenido por esposa! Quizás hubieran muerto más felices los tuyos, porque éramos amigos. Yo enterré a tu padre, llorándole con corazón sincero porque fue para mí maestro bueno durante la vida.
María levanta muy despacio el rostro, sintiéndose cada vez más segura al oír cómo le habla José, y cuando alude a la cuna sonríe levemente, y cuando José habla de su padre le tiende una mano y dice:
– Gracias, José – Un «gracias» tímido y delicado.
José toma entre sus cortas y fuertes manos de carpintero esa manita de jazmín y la acaricia con un afecto que pretende inspirar cada vez más tranquilidad. Quizás espera otras palabras, pero María vuelve a guardar silencio. Entonces continúa hablando él:
– Trabajaré en tu huerto durante las primeras y las últimas horas del día. Ahora el tiempo de luz se va alargando cada vez más. Para la primavera quiero que todo esté en orden, para alegría tuya. Mira, ésta es una ramilla del almendro que está frente a la casa. Quise coger ésta… pensando que si yo hubiera sido el elegido — no lo esperaba porque soy consagrado nazareno, y he obedecido porque se trataba de una orden del Sacerdote, no por deseos de casamiento —, pensando, te decía, que el tener una flor de tu jardín te habría alegrado. Aquí la tienes, María. Con ella te doy mi corazón, que, como ella, hasta ahora, ha florecido sólo para el Señor, y que ahora florece para ti, esposa mía.
María coge la ramita. Se la ve emocionada, y mira a José con una cara cada vez más segura y radiante. Se siente segura de él. Cuando él dice: «Soy consagrado nazareno», su rostro se muestra todo luminoso y encuentra fuerzas para decir:
– Yo también soy toda de Dios, José. No sé si el Sumo Sacerdote te lo ha dicho…
– Me ha dicho sólo que tú eres buena y pura y que debes manifestarme un voto tuyo, y que fuera bueno contigo. Habla, María. Tu José desea hacerte feliz en todos tus deseos. No te amo con la carne. ¡Te amo con mi espíritu, santa doncella que Dios me otorga! Debes ver en mí un padre y un hermano, además de un esposo. Ábrete a mí como con un padre, abandónate en mí como con un hermano.
– Ya desde la infancia me consagré al Señor. Sé que esto no se hace en Israel, pero yo sentía una Voz que me pedía mi virginidad en sacrificio de amor por la venida del Mesías. ¡Hace mucho tiempo que Israel lo espera!… ¡No es demasiado el renunciar por esto a la alegría de ser madre!.
José la mira fijamente, como queriendo leer en su corazón, y luego coge las dos manitas que tienen todavía entre los dedos la ramita florecida, y dice:
– Pues yo también uniré mi sacrificio al tuyo, y amaremos tanto con nuestra castidad al Eterno, que Él dará antes a la Tierra al Salvador, permitiéndonos ver su Luz resplandecer en el mundo. Ven, María. Vamos ante su Casa y juremos amarnos como lo hacen los ángeles entre sí.
Extraído del Poema del Hombre Dios. María Valtorta .