Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único.
Llegamos al domingo “laetare”, “domingo de alegría” por la proximidad de la Pascua porque nos acercamos a la Pascua y se nos invita de manera especial a continuar con entereza y decisión el camino de nuestra salvación, el camino hacia la cumbre de la Pascua. Y para ello es necesario convertir el corazón, volver nuestra mirada hacia Cristo crucificado de donde brota la vida verdadera. Y en este camino hoy con toda la Iglesia suplicamos al Señor: “haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente a celebrar las próximas fiestas pascuales”.
Hoy se nos presenta el tema de la Cruz de Cristo y los grandes temas de la historia de la salvación: la infidelidad del antiguo pueblo de Israel y la fidelidad total de Dios; el pecado del mundo y el amor infinito y misericordioso de Dios que nos entregó a su Hijo para que el mundo se salve por Él. En la Palabra de Dios las lecturas nos siguen presentando una relectura de la Historia de la Salvación y un anuncio de la pasión de Cristo.
En el recorrido por la historia de la salvación hemos ido recordando a Noé, a Abrahán, a Moisés. Hoy la primera lectura nos recuerda otro aspecto importante de esta historia: la deportación de Judá a Babilonia, a consecuencia de su pecado, y la vuelta posterior a Jerusalén para reconstruir sus vidas, gracias a la intervención de Ciro, rey de Persia. Este aspecto de la Historia de la Salvación nos hace ver el pecado del pueblo de Israel y la misericordia de Dios. Si miramos nuestra propia historia personal, también podemos ver nuestro propio pecado y la misericordia de Dios. Siempre la historia termina lo mismo: con la misericordia de Dios, no puede ser de otra manera. Es como si el hombre contrajese una gran deuda con Dios al pecar, deuda que no puede pagar él mismo, por lo que tiene que actuar la misericordia de Dios.
A pesar del rechazo que el hombre hace de Dios, Dios permanece fiel a su amor. Él ama siempre, ama como sólo Él puede amar: Él <<es Amor>> (Jn 4,8). Por ese amor siempre fiel quiere rescatar y reconciliar siempre consigo a quien de Él se aparta, a quien por su desobediencia se hunde en el polvo de la muerte. Y ese Amor es que le lleva a Dios Padre a enviar a Hijo al mundo y a entregarlo a la muerte en la Cruz, para restablecer la amistad, la comunión de vida.
Contemplando la situación presente, hay que decir que nuestra situación actual sigue siendo tan desesperada como la de los hebreos mordidos por las serpientes. El veneno de las serpientes no se ha terminado; al contrario, parece que se produce en cantidades industriales. Andamos mordidos por la violencia, comidos por la envidia, devorados por la competitividad, agitados por las prisas, nerviosos por la insatisfacción. Vivimos divididos por la insolidaridad y el odio, drogados por el consumo, ofuscados por la incredulidad entre el querer y no poder. Es decir, siempre nos estamos lamentando de lo que nos pasa, pero no encontramos la solución a nuestros problemas o no somos capaces de afrontar los medios necesarios. Esta sociedad en la que vivimos no nos gusta, nos deja vacíos. Por esto, en este domingo la Iglesia nos invita a “mirar a la cruz” a “contemplar la Cruz de Cristo”, pues en la Cruz de Cristo está nuestra curación, nuestra sanación.
San Pablo, que captó enseguida el significado de la cruz, nos recuerda que su valor no le viene de sí misma, pues al fin y al cabo no es más que un instrumento de tortura. El verdadero valor de la cruz viene dado por quien estuvo colgado en ella. Se trata del mismo Hijo de Dios que, por querer compartir nuestro destino humano, se ha entregado por nosotros para darnos la Salvación. Cristo desde la Cruz nos ha devuelto la dignidad perdida por el pecado, haciéndonos grandes, valiosos, y llamándonos a la vida para siempre. Dios por medio de la Cruz de Cristo nos ha ofrecido la vida eterna.
Durante la Cuaresma, queridos amigos, nos encaminamos a la celebración, de este Misterio, que encuentra su momento, más relevante en la Semana Santa. Levantemos los ojos hacia Cristo, elevado en la cruz, con la misma confianza con que los judíos del desierto miraron a serpiente de bronce. Y así no pereceremos. Miremos a Cristo y creamos firmemente en Él. Vivamos desde la certeza absoluta de que seremos liberados de todo mal en nuestra vida si lo clavamos en la Cruz de Cristo. Ser cristianos nos pide estar convencidos de esta verdad, y no sólo con la mente, sino con la vida. Luchar contra la injusticia, estar atentos a las necesidades de quienes nos rodean, vivir la caridad fraterna, han de ser cualidades propias de quienes contemplamos la Cruz de Cristo como lugar en el que Dio, manifestándonos el “gran amor con que nos amó”, nos sana y salva.
Adolfo Álvarez. Sacerdote.