Oíd una parábola que habla de los consejos que se dan o se reciben.
Un rey mandó a su hijo amado a visitar su reino. El reino de este rey estaba dividido en muchas provincias, pues era vastísimo. En estas provincias existía un distinto conocimiento del rey.
Algunas lo conocían tanto, que se consideraban las predilectas y se ensoberbecían por ello. Estas provincias pensaban que eran las únicas perfectas en conocimiento del rey y de lo que el rey quería.
Otras lo conocían pero no se creían sabias por ello y buscaban el modo de conocerlo cada vez más.
Otras conocían al rey, pero lo querían a su manera, ya que se habían dado un código especial que no era el verdadero código del reino. Del verdadero código habían tomado aquello que les gustaba y hasta donde les gustaba, e incluso habían desvirtuado ese poco con mezclas de otras leyes -no buenas- tomadas de otros reinos, o que ellos mismos se habían dado. No. No buenas.
Y otras provincias ignoraban todavía más acerca de su rey. Y algunas solamente sabían que había un rey, nada más que eso, y creían incluso que esto poco era una fábula.
El hijo del rey fue a visitar el reino de su padre para transmitir a las distintas regiones, a todas ellas, un exacto conocimiento del rey: bien corrigiendo la soberbia, bien elevando los ánimos, bien enderezando conceptos desviados, en otras regiones convenciendo para que eliminaran los elementos impuros de la ley pura, o enseñando para colmar las lagunas, o, en fin, instruyendo para dar un mínimo de conocimiento y de fe en orden a este rey real de quien todos los hombres eran súbditos.
El hijo del rey pensaba, de todas formas, que la primera lección para todos había de ser el ejemplo de una justicia conforme al código, tanto en las cosas graves como en las menores. Y era perfecto. Tanto que la gente de buena voluntad se mejoraba a sí misma porque seguía las acciones y las palabras del hijo del rey, pues sus palabras y sus obras eran tan congruentes entre sí, sin disonancia alguna, que eran una única cosa.
Pero los de las provincias que se sentían perfectas sólo por saber al pie de la letra las letras del código, pero sin poseer su espíritu, veían que de la observancia de lo que hacía el hijo del rey y de lo que exhortaba a hacer, demasiado claramente resultaba que ellos conocían la letra del código pero no poseían el espíritu de la ley del rey, y que por tanto, su hipocresía quedaba desenmascarada. Entonces pensaron quitar de en medio aquello que los hacía aparecer como eran. Y para hacerlo usaron dos vías: una contra el hijo del rey, la otra contra los seguidores del hijo del rey; para el primero, malos consejos y persecuciones; para los segundos, malos consejos e intimidaciones.
Muchas cosas son malos consejos. Es un mal consejo decir: «No hagas esto que te puede acarrear perjuicio» fingiendo interesarse positivamente. Y es mal consejo perseguir para persuadir a faltar contra su misión a aquel al que se quiere descarriar. Es consejo malo el decir a los propios partidarios: «Defended a toda costa y usando cualquier medio al justo perseguido», y es consejo malo decir a los propios partidarios: «Si lo protegéis, os encontraréis con nuestro desdén».
Pero ahora no estoy hablando de los consejos dados a los propios partidarios, sino de los consejos dados al hijo del rey y de los consejos encargados a otros, con falsa candidez, con perverso odio, o a través de ingenuos instrumentos que creyendo que los mueven para un beneficio en realidad son movidos para causar daño.
El hijo del rey escuchó estos consejos. Tenía oídos, ojos, intelecto y corazón. No podía, por tanto, no oírlos, no verlos, no comprenderlos, no discernir acerca de ellos. Pero el hijo del rey tenía, sobre todo un espíritu recto de hombre verdaderamente justo, y a cada uno de los consejos que se le ofrecían, consciente o inconscientemente, para hacerle pecar y dar mal ejemplo a los súbditos e infinito dolor a su padre, respondió:
«No. Yo hago lo que quiere mi padre. Sigo su código. El ser hijo del rey no me exime de ser el más fiel de sus súbditos en la observancia de la ley. Vosotros, que me odiáis y queréis amedrentarme, sabed que nada me hará violar la ley. Vosotros, los que me queréis y queréis salvarme, sabed que os bendigo por este pensamiento vuestro, pero sabed también que ni vuestro amor ni el amor mío hacia vosotros -por ser más fieles a mí que los que se dicen «sabios»- no debe hacerme injusto en mi deber hacia el amor más grande, que es el que ha de darse al padre mío».
Poema del Hombre-Dios, María Valtorta.