Vencer la Tentación.
Con el miércoles de ceniza hemos iniciado el Camino hacia la Pascua cuyo momento culminante será la Noche Santa de Pascua, la Celebración de la Vigilia Pascual, celebración más importante de todo el Año Litúrgico. Por ello hemos de hablar de un “Tiempo de Gracia” de noventa días: cuarenta de preparación intensa (Cuaresma) para celebrar una Gran Fiesta que dura cincuenta días, la Pascua, Misterio central de nuestra fe cristiana.
La CUARESMA es un tiempo “fuerte” de la liturgia cristiana que nos invita a ponernos en camino hasta el Calvario con nuestras cruces, con la firme convicción de que el Señor camina con nosotros, pues él tomó consigo la cruz de la humanidad para redimirla. Es un camino de purificación interior, un camino de redención que supone renunciar a una vida cómoda y anodina, para tomar con fuerza la cruz de la redención propia y ajena y así poder morir al hombre viejo y renacer al hombre nuevo. Es camino que nos lleva a las fuentes de agua viva, a las fuentes de la salvación, a renovar nuestra condición de bautizados, un bautismo por el cual fuimos incorporados al misterio pascual de Cristo.
Hemos de intentar vivir este camino cuaresmal hasta la cumbre pascual de manera comprometida, y con la fuerza del Espíritu Santo, dejando a un lado la rutina, las medias tintas y tanta superficialidad como pueda haber en nuestra vida. En el mensaje para la cuaresma, nos decía Benedicto XVI hace unos años: para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios?
Somos invitados en este Camino de la Cuaresma a confrontar nuestra vida con la Palabra de Dios y ello mediante avanzar en el conocimiento del Misterio de Cristo y viviéndolo en nuestra vida de cada día a y manifestándolo través de nuestra conducta.
Y es que el Señor nos llama a la conversión: “Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15) La Cuaresma es un tiempo de conversión. Es tiempo de desierto, de prueba, de purificación. ¿Por qué todo esto si Cristo ya murió y resucitó por nosotros, si ya estamos bautizados? Pues, desde el momento del Bautismo estamos injertados en Cristo y su vida divina se nos va comunicando como la cepa comunica la sabia a los sarmientos; de tal forma que la vida divina va creciendo en nuestro interior y va formando como una segunda naturaleza, la naturaleza divina, pues somos hijos de Dios. Este “trasplante”, por llamarlo de una manera que se pueda entender, que Dios opera en nosotros, puede ser rechazado por la naturaleza humana, que se cierre a la gracia de Dios. Para que no se produzca ese rechazo, el hombre tiene que pasar por el desierto, por la purificación, por la cuarentena, por la conversión; es decir se tiene que acomodar a su nueva naturaleza y a sus valores.
«Convertirse” significa seguir a Jesús de modo que su Evangelio sea guía concreta de la vida, significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas que dependemos de Dios, de su amor y solo <<perdiendo >> nuestra vida en Él podemos ganarla.
Y en este camino de conversión experimentamos en numerosas ocasiones la tentación, somos tentados de una y mil maneras a apartarnos del Señor, a marchar por otros caminos que no son los caminos de Dios. Cristo hoy nos enseña a vencer la tentación, a no sucumbir ante ella. Reflexionar sobre las tentaciones a las que es sometido Jesús en el desierto es una invitación a cada uno de nosotros para responder a una pregunta fundamental: ¿qué cuenta de verdad en mi vida?.
Es necesario que cada uno de nosotros vayamos al desierto de nuestra vida; hagamos callar muchas voces y mucho ruido cotidiano para oír mejor la llamada de Jesús. Una llamada que nos invita a cambiar, a renovarnos, a revivir la gracia de nuestro bautismo, a subir con Él a Jerusalén para morir y resucitar con Él. Los católicos necesitamos tener cada día de Cuaresma un tiempo de desierto. No hace falta ir al desierto físico o geográfico, sino entrar dentro de nosotros mismos. El desierto es nuestro cuerpo; es portátil porque podemos entrar cuando queremos y en donde queremos; depende de nuestro querer.
Dejemos que el Espíritu nos empuje al desierto de nuestra vida, nos asista en la lucha contra el mal, abra nuestros oídos y corazón a la Palabra y nos prepare a vivir y ser renovados por el misterio pascual. Esta es, sencillamente, la experiencia del desierto, de ayuno, de caridad y de oración que se nos propone para poder celebrar la Pascua con sinceridad. Pidamos la gracia de darnos cuenta de todo lo que nos aleja de Dios y del prójimo y que el Señor con su Espíritu nos ayude a mantenernos siempre en la Alianza de Amor que ha hecho con nosotros.
Adolfo Álvarez. Sacerdote