Por los cristianos de Asia, para que, dando testimonio del Evangelio con sus palabras y obras, favorezcan el diálogo, la paz y la comprensión mutua, especialmente con aquellos que pertenecen a otras religiones.
Al final de esta exhortación apostólica postsinodal, que, con el fin de discernir lo que el Espíritu dice a las Iglesias en Asia (cf. Apoc 1,11), ha tratado de recoger los frutos de la Asamblea especial para Asia del Sínodo de los obispos, deseo expresar la gratitud de la Iglesia a todos ustedes, queridos hermanos y hermanas de Asia, que de muchas maneras han contribuido al éxito de este importante acontecimiento eclesial.
En primer lugar, damos gracias a Dios por la riqueza de culturas, lenguas, tradiciones y sensibilidades religiosas de ese gran continente. Dios sea bendito por los pueblos de Asia, tan ricos en su variedad y tan unidos en la búsqueda de la paz y de la plenitud de vida. Ahora en especial, en la inmediata cercanía del 2000° aniversario del nacimiento de Jesucristo, damos gracias a Dios por haber elegido a Asia como morada terrena de su Hijo encarnado, Salvador del mundo.
No puedo por menos de expresar mi aprecio a los obispos de Asia por su profundo amor a Jesucristo, a la Iglesia y a los pueblos de Asia, y por su testimonio de comunión y su entrega generosa a la tarea de la evangelización.
Doy gracias a los que forman la gran familia de la Iglesia en ese continente: a los sacerdotes, a los consagrados y consagradas, a los misioneros, a los laicos, a los jóvenes, a los pueblos indígenas, a los trabajadores, a los pobres y a los afligidos. En lo más profundo de mi corazón hay un lugar especial para los que en Asia son perseguidos por causa de la fe en Cristo: son las columnas ocultas de la Iglesia, a los que Jesús mismo dirige palabras de consuelo: “Ustedes serán bienaventurados en el reino de los cielos” (cf. Mt 5,10).
Confiada en el Señor, que no abandonará a cuantos ha llamado, la Iglesia en Asia realiza con gozo su peregrinación hacia el tercer milenio.
Su único gozo es el que brota de compartir con la multitud de los pueblos de Asia el inmenso don que también ella ha recibido, el amor de Jesús Salvador. Su único anhelo es continuar la misión de servicio y amor, para que todos los habitantes del continente “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
(Juan Pablo II)