Hoy San Lucas nos presenta una escena desconcertante que cuando menos nos sorprende y de la que quizá no entendamos muy bien el sentido.
(Lc 8,19-21): En aquel tiempo, se presentaron la madre y los hermanos de Jesús donde Él estaba, pero no podían llegar hasta Él a causa de la gente. Le anunciaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Pero Él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen».
Vamos a detallar un poco más esta escena según «El Evangelio como me ha sido revelado» o «Poema del Hombre Dios» para entenderla un poco mejor; nos situamos en Cafarnaúm donde Jesús está hablando a la multitud, incomodando a los fariseos y escribas pues Él habla con autoridad, eso molesta también a parte de su propia parentela (sus primos José y Simón ) que se acercan a Él trayéndole a su Madre con la intención de disuadirlo pues no querían que con sus palabras molestase a las clases poderosas.
«Pedro, Juan, el Zelote, los hijos de Alfeo recogen este murmullo, y dicen a Jesús:
-Maestro, están tu Madre y tus hermanos. Están allí afuera, en la calle. Te buscan porque quieren hablar contigo. Ordena que la muchedumbre se aleje para que puedan venir a ti, porque sin duda un motivo importante los ha traído hasta aquí a buscarte.
Jesús alza la cabeza y ve al final de la gente el rostro angustiado de su Madre, que está luchando por no llorar, mientras José de Alfeo le habla con vehemencia; y ve los gestos de negación de Ella, repetidos, enérgicos, a pesar de la insistencia de José.
Ve también la cara de apuro de Simón, visiblemente apenado, molesto… Pero no sonríe, no ordena nada. Deja a la Afligida con su dolor y a los primos donde están.
Baja los ojos hacia la muchedumbre y, respondiendo a los apóstoles, que están cerca, responde también a los que están lejos y tratan de hacer valer la sangre más que el deber.
-¿Quién es mi Madre? ¿Quiénes son mis hermanos?
Despliega su mirada -severa en el marco de un rostro que palidece por esta violencia que debe hacerse para poner el deber por encima del afecto y la sangre, y para suspender el reconocimiento del vínculo con su Madre por servir al Padre-y dice, señalando con un amplio gesto a la muchedumbre que se apiña en torno a Él, a la roja luz de las antorchas, bajo la luz de plata de la Luna casi llena:
-He aquí a mi madre, he aquí a mis hermanos. Los que hacen la voluntad de Dios son mis hermanos y hermanas, son mi madre. No tengo otros. Y los míos serán tales si, antes que los demás y con mayor perfección que ningún otro, hacen la voluntad de Dios hasta el sacrificio total de toda otra voluntad o voz de la sangre y del afecto.
Nace entre la muchedumbre un murmullo más fuerte, como un mar agitado por un viento repentino.
Los escribas comienzan la fuga diciendo:
-¡Es un demonio! ¡Reniega incluso su sangre!
Los parientes avanzan diciendo:
-¡Es un loco! ¡Hasta tortura a su Madre!
Los apóstoles dicen:
-¡Verdaderamente en estas palabras está todo el heroísmo!
La muchedumbre dice:
-¡Cómo nos ama!
No sin esfuerzo, María con José y Simón abren la aglomeración de gente: Ella, todo dulzura; José, todo furia; Simón, todo apuro. Y llegan a Jesús.
José arremete en seguida:
-¡Estás loco! ¡Ofendes a todos! ¡No respetas ni siquiera a tu Madre! ¡Pero ahora estoy yo aquí y te lo voy a impedir! ¿Es verdad que vas por ahí haciendo trabajos de obrero? Pues si eso es verdad, ¿por qué no trabajas en tu taller para procurar el pan a tu Madre? ¿Por qué mientes diciendo que tu trabajo es la predicación, ocioso e ingrato, que es lo que eres, si luego vas a realizar trabajo pagado a casa ajena? Verdaderamente me pareces como si estuvieras en manos de un demonio que te indujera al camino. ¡Responde!
Jesús se vuelve y toma de la mano al niño José, lo acerca a sí y lo alza sujetándolo por las axilas, y dice:
-Mi trabajo ha consistido en procurar el pan a este inocente y a su familia, y en convencerlos de que Dios es bueno; ha sido predicar en Corazín la humildad y la caridad. Y no sólo en Corazín, sino también contigo, José, hermano injusto. Pero te perdono porque sé que te muerden dientes de serpiente. Y te perdono también a ti, Simón inconstante. Nada tengo que perdonar, de nada debo pedir perdón, a mi Madre, porque Ella juzga con justicia. Que el mundo haga lo que quiera, Yo hago lo que Dios quiere. Con la bendición del Padre y de mi Madre soy más feliz que si todo el mundo me aclamara rey según el mundo.
Ven, Madre, no llores; no saben lo que hacen. Perdónalos.
-¡Hijo mío! Yo sé. Tú sabes. Nada más hay que decir…
-Nada más, aparte de decirle a la gente: «Idos en paz».
Jesús bendice a la muchedumbre y luego, llevando con la derecha a María y con la izquierda al niño, se dirige hacia la pequeña escalera. Y es el primero en subirla.