“Bienaventurado seré si soy pobre de espíritu»
¡Oh riquezas, quemazón satánica, cuántos delirios producís!… en los ricos y en los pobres: en el rico que vive para su oro (ídolo infame de su espíritu misérrimo); en el pobre que vive del odio al rico porque tiene el oro, y que, aunque no cometa materialmente un homicidio, lanza sus maldiciones contra la cabeza de los ricos, deseándoles todo tipo de males. No basta no hacer el mal, hay que no desear hacerlo. Quien maldice, deseando tragedias y muertes, no es muy distinto de quien físicamente mata, porque dentro de sí desea la muerte de aquel a quien odia. En verdad os digo que el deseo no es sino un acto retenido; como el que ha sido concebido en un vientre: ya ha sido formado pero aún permanece dentro. El deseo malvado envenena y destruye, porque persiste más que el acto violento y más profundamente que el acto mismo.
El pobre de espíritu, aunque sea rico, no peca a causa del oro; antes bien, se santifica con él porque lo convierte en amor. Amado y bendecido, es semejante a esos manantiales salvíficos de los desiertos, que se dan sin escatimar agua, felices de poderse ofrecer para alivio de los desesperados. El pobre de espíritu, si es pobre, se siente dichoso en su pobreza; come su sabroso pan (el de la alegría de quien vive libre del febril apego al oro), duerme su sueño exento de pesadilla alguna, se levanta,habiendo descansado, para ir a su sereno trabajo, que parece siempre ligero si se realiza sin avidez ni envidia.
Las cosas que hacen rico al hombre son: materialmente, el oro; moralmente, los afectos. En el oro están comprendidos no sólo las monedas sino también casas, campos, joyas, muebles, ganado… en definitiva, todo aquello que hace, desde el punto de vista material, vivir en la abundancia; en cuanto al mundo de los afectos, los vínculos de sangre o de matrimonio, amistades, sobreabundancia intelectual, cargos públicos. Como veis, por lo que se refiere al primer grupo de cosas, el pobre puede decir:
«¡Bueno!, ¡bien!, basta con que no envidie al que posee; y además… yo no tengo ese problema, porque soy pobre y, por fuerza,no tengo ese problema»; sin embargo, por lo que respecta al segundo grupo de cosas, el pobre debe vigilarse a sí mismo, pues hasta el más mísero de los hombres puede hacerse pecaminosamente rico de espíritu: en efecto, peca quien pone su corazón desmedidamente en una cosa.
Diréis: «¿Entonces debemos odiar el bien que Dios nos ha concedido? ¿Por qué manda, entonces, amar al padre y a la madre, a la esposa y a los hijos, y dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo?».
Distinguid. Debemos amar al padre, a la madre, a la esposa, al prójimo, pero con la medida establecida por Dios («como a nosotros mismos»). Sin embargo, a Dios ha de amársele sobre todas las cosas y con todo nuestro ser. No se ama a Dios como amamos a los más queridos de nuestros prójimos: a ésta porque nos ha amamantado, a esta otra porque duerme con su cabeza apoyada sobre nuestro pecho y procrea a nuestros hijos. No, a Dios se le ama con todo nuestro ser, o sea, con toda la capacidad de amar que hay en el hombre: amor de hijo, de esposo, de amigo, y – ¡no os escandalicéis! – amor de padre sí, debemos cuidar los intereses de Dios igual que un padre cuida a su prole, por la cual, con amor, tutela los bienes y los aumenta, y de cuyo crecimiento físico y cultural, así como de que los hijos alcancen felizmente su finalidad en el mundo, se ocupa y se preocupa.
El amor no es un mal, ni debe llegar a serlo. Las gracias que Dios nos concede tampoco son un mal o deben llegar a serlo; son amor; por amor son otorgadas. Tenemos que usar con amor estas riquezas que Dios nos concede – afectos y bienes -.
Solamente quien no las eleva a ídolos, sino que las hace medios de servicio a Dios en santidad, muestra no tener apego pecaminoso a ellas; practica, pues, esa santa pobreza del espíritu que de todo se despoja para ser más libre en la conquista de Dios santo, suprema Riqueza. Y conquistar a Dios significa poseer el Reino de los Cielos.
Poema del Hombre Dios, Segundo año de la Vida Pública de Jesús.