La conversión cristiana es convertirse al Dios de Jesucristo, pues el agente principal de esta conversión es Dios Padre. No existe conversión sin una adhesión confiada a Él.
La conversión es una dimensión permanente y fundamental de la fe. La conversión no es un momento sino que es todo un proceso en la vida del creyente. Vivir en Cristo es un proceso de conversión. Es dejar que Jesucristo entre en todos los lugares de nuestro corazón. Significa una modificación de la forma de pensar que nos lleva al cambio de actuar y hay un cambio de actitud hacia el exterior. En este proceso se da una reorientación de la vida hacia Dios. Siempre insisto yo que ésto (la gracia de vivir este proceso de conversión) es lo que estamos pidiendo cuando rezamos la invocación al Sagrado Corazón de Jesús: “Jesús manso y humilde de corazón haz nuestro corazón semejante al tuyo”.
Nuestra fe ha de desarrollarse y fortalecerse gracias a un incesante proceso de conversión, proceso que es obra de la acción del Espíritu Santo en nosotros, de ahí que supliquemos: Danos Señor un corazón nuevo, derrama en nosotros un Espíritu nuevo. Somos pecadores pero Cristo resucitó y eso significa que no se producen derrotas definitivas en nuestra vida, que no hay vida que esté ya perdida y que no hay mal que sea definitivo.
Y es que nuestro pecado puede convertirse y debe convertirse en la “Feliz culpa que mereció tal Redentor” que canta el Pregón Pascual en la Noche Santísima de Pascua. Estamos llamados a experimentar en nuestro vivir cristiano aquello que nos dice el Apóstol “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Romanos 5,20) ; Dios si le dejamos saca bien del mal. El encuentro con Cristo en nuestro pecado nos hace sentir el inmenso amor misericordioso de Dios, la ternura y el gozo con los que el Señor perdona nuestras culpas y pecados siempre que con humildad los reconocemos.
No tenemos que pecar y hemos de luchar contra el pecado pero si pecamos nuestros pecados constituyen una oportunidad para que la misericordia divina se derrame sobre cada uno de nosotros. Después de cada caída no olvidemos nunca, cada uno de nosotros, que el Señor nos espera y que cuando regresamos a Él y le pedimos perdón , le causamos gozo porque a través del pedir perdón le permitimos amarnos inmensamente.
Todos nuestros pecados han de transformarse en “la Feliz culpa”. Y no entraremos en el cielo sino se convierten todos nuestros pecados en felices culpas; la “Feliz culpa” es el descubrimiento, la experiencia en lo más profundo del corazón, en la fe, de la ternura, el amor y la alegría de Jesús, que abre sus brazos para acogernos, para revestirnos de perdón, para sanarnos de las heridas que el pecado produce en nosotros. Nuestro deseo de conversión ha de verse estimulado por esta experiencia del amor de Dios que inmensamente nos ama e inmensamente nos perdona.
En lo que nos queda del Camino Cuaresmal para ayudarnos en el Camino de la Conversión, de nuestra conversión, nada mejor que contemplar a Cristo Crucificado, expresión ante la cual nunca hemos de dejar de asombrarnos del inmenso amor misericordioso del Señor para con nosotros, que se nos revela como:
Luz del mundo. Cristo es luz que ilumina nuestras vidas, con su luz descubrimos las oscuridades de nuestro corazón, nos ayuda a reconocer nuestros pecados. Su luz nos pone en los caminos de la conversión y nos ayuda a avanzar por ellos.
Vida para nuestra vida. En Cristo crucificado hemos renacido a la vida nueva. La contemplación del Crucificado ha de darnos fuerza para luchar contra el pecado y resucitar a la vida de la Gracia.
Amigos, el Espíritu Santo venga en nuestra ayuda y lleguemos renovados a las Celebraciones Pascuales, gustando y experimentando de manera novedosa en nuestros corazones el significado de “Feliz la culpa que mereció tal Redentor”.
Adolfo Álvarez. Sacerdote