Hermano mío, hay muchos amores, y de distintas potencias. Está el amor de primera potencia: el que se da a Dios.
Luego, el amor de segunda potencia: el materno, o paterno. Porque, si el primero es enteramente espiritual, éste es en dos partes espiritual y en una carnal se mezcla, sí, el sentimiento afectivo humano, pero predomina lo superior, porque un padre o una madre, sana y santamente tales, no dan sólo alimento y caricias a la carne de su hijo, sino que también nutren y aman su mente y su espíritu. Es tan cierto esto que estoy diciendo, que, quien se consagra a la infancia – aunque sólo fuere para instruirla- termina por amarla como si fuera su propia carne.
Existe amor hacia la compañera: es amor de tercera potencia, porque es – me refiero también en este caso a los sanos y santos amores – mitad espíritu mitad carne. El hombre para su esposa es maestro y padre, además de esposo; la mujer para su esposo es ángel y madre, además de esposa. Éstos son los tres amores más elevados.
A Dios se le debe amar porque es Dios, por tanto, no es necesaria ninguna explicación para persuadir de este amor. Él es el que es, o sea, el Todo; el hombre (la nada que viene a ser partícipe del Todo por el alma infundida por el Eterno – sin ella el hombre sería uno de tantos animales brutos que viven sobre la faz de la tierra o en las aguas o en el aire -) debe adorar por deber y para merecer sobrevivir en el Todo, es decir, para merecer venir a ser parte del Pueblo santo de Dios en el Cielo, ciudadano de la Jerusalén que no conocerá profanación o destrucción algunas por los siglos de los siglos.
El amor a Dios hace a Dios amigo y enseña el amor; quien no ama a Dios, que es bueno, no puede ciertamente amar al prójimo que en su mayoría es defectuoso. Si no hubieran existido el amor conyugal y la paternidad en el mundo, no habría podido existir el prójimo, porque el prójimo está hecho de los hijos nacidos de los hombres.
El amor del hombre, y especialmente de la mujer, a la prole tiene indicación de precepto en las palabras de Dios a Adán y Eva, después de bendecirlos, viendo que era «bueno» lo que había hecho, en un lejano sexto día, el primer sexto día de lo creado. Les dijo: «Creced y multiplicaos y poblad la tierra…».
(Explicaciones de Jesús refiriéndose a los amores de distintas potencias en el Poema del Hombre-Dios, María Valtorta.)