EL SEGUIMIENTO DE CRISTO, VIVIR EN EL SERVICIO
El domingo pasado cuando Jesús preguntó a los discípulos ¿quien dice la gente que soy yo?, les adelantó que el Mesías esperado no iba a ser como ellos esperaban, que no iba a responder a determinadas expectativas, como por ejemplo: un Mesías que acabara con la dominación romana, un Mesías todopoderoso, al cual todos deberían reconocer sin ninguna dificultad. Ellos no lo entendieron y se quedaron desconcertados y Pedro reacciona con rebeldía, lo que hace que Jesús le llame la atención muy duramente.
Hoy en la lectura evangélica de este domingo vuelve a darles otro toque, Jesús hace un nuevo anuncio de la Pasión, vuelve a llamarles la atención y los Discípulos siguen sin entender, incluso, como hemos escuchado, les da miedo preguntarle sobre lo que les está diciendo y además muestran su mezquindad preocupándose por quién de ellos es el más importante.
El Evangelio de hoy, y el del domingo pasado “quien no tome su cruz y me siga” es una advertencia clara: seguir a Jesús implica complicarnos la vida, cuando queremos clarificarla.
Y es que el acontecimiento de la muerte de Jesús, no va a ser entendido por los discípulos, hasta bastante tarde, hasta después de la resurrección, y la demostración de ello, de que no habían entendido nada cuando Jesús les habló de cómo iba a ser el final de su vida, fue su comportamiento los días de la pasión: lo dejaron solo, solo uno de los doce y unas cuantas mujeres aguantaron hasta la cruz, solo unos pocos permanecieron a su lado. El final de Jesús, su muerte en cruz, el momento y la forma de su muerte es de lo más difícil de aceptar y de comprender, tanto para ellos entonces, como para nosotros ahora, que tampoco entendemos e incluso nos cuesta aceptar.
Pienso que hoy valdría la pena releer en casa la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría (2, 12.18-20), ya que es un preludio de lo que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, a ello os invito. Releerla despacio. Es un breve resumen de lo que nos dice el autor sobre lo que decían y pensaban llevar a cabo contra el justo los impíos: el justo nos resulta fastidioso…, se opone a nuestra conducta…, nos reprocha, nos reprende…, su sola presencia nos resulta insoportable… Por eso lo someteremos a ultrajes y torturas… Lo condenaremos a muerte ignominiosa. Veremos si aguanta, pues según dice, Dios lo salvará (Sab 2, 12-20). La Iglesia siempre vio en este pasaje la imagen del Cristo perseguido por quienes veían en sus palabras una condena de su conducta.
Y es que, hermanos y amigos, a lo largo del camino, Jesús va enseñando a los discípulos. Como cualquier estudiante en cualquier colegio del mundo, los discípulos no lo entienden todo a la primera. A veces, ni a la segunda. Pero Jesús, el buen maestro, no pierde la calma. Y repite la explicación. Eso es lo que se ve en el Evangelio de hoy. Después de haber hecho tanto camino juntos –ya están cerca del final porque Jesús les está ya anunciando su muerte–, después de estar hablándoles de entrega y de muerte en cruz, los discípulos discuten sobre quién es el más importante entre ellos. Se ve que no han entendido nada. No importa. Jesús con toda paciencia repite la explicación: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
A nosotros nos ocurre muchas veces lo mismo y por ello tenemos que dejar que Jesús nos explique de nuevo una y otra vez: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Porque en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras comunidades, de vez en cuando hay brotes de violencia, de envidia, hay rencores que no nos dejan vivir en paz y que nos amargan la existencia, hay demasiadas aspiraciones a los primeros puestos, a ser importantes, demasiadas discusiones sobre quién es el primero. Hoy nos viene bien que Jesús nos repita la lección: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”
Jesús instruye a sus Discípulos y nos instruye a nosotros hoy hablándonos de la entrega y del servicio como actitudes importantes para la vida.
El cristiano, cada uno de nosotros, ha de ser siempre servidor de Cristo y de la comunidad, de los demás; ésa es su gran vocación, nuestra gran vocación y su gran dignidad, la de cada uno de nosotros creyentes, está en servir a los hermanos. Y es éste el encargo que el mismo Jesús nos hizo en el gesto del lavatorio de los pies cuando dice a los discípulos, y nos dice también a nosotros: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros también lo hagáis”(San Juan 13,15)
Ya sabemos que como cristianos, ser los primeros, significa ser servidores de los demás. Pero, flaco favor haríamos a nuestra tierra, a nuestra sociedad, a nuestro mundo, a nuestro pueblo si –por el hecho de ser excesivamente blandos y permisivos- nos pongamos tan al fondo de todo, que otros sean los que se aprovechen del vacío peligroso que estamos dejando, fruto de nuestra anemia espiritual, de nuestra apatía.
Hermanos y Amigos, La fe nos exige, por supuesto y no hemos de perderlo de vista, no ser los primeros en pretensiones, en privilegios o en vanidad. Pero, esta misma fe en Jesucristo, nos interpela para que, el Evangelio, para que los sentimientos y actitudes del Señor, sea fermento en medio de un mundo donde todo vale y todo cuela. El ser los últimos, no significa no poder hablar y temblar por miedo a las reacciones que podamos cosechar, en pro de una realidad mejor y según la mente de Dios. Estamos llamados a ser testigos del Resucitado hoy, cada uno allí donde desarrolla su vida de cada día.
Hermanos y Amigos, Una cosa es servir, como cualidad irrenunciable de nuestro ser cristiano, y otra muy distinta es el caer en la tentación de un servilismo vergonzante, cayendo en aquello “de dónde vas Vicente, donde va la gente”. Desde luego, el Evangelio de este domingo, no es una invitación a ser los últimos (como creyentes, como católicos) en la coyuntura en la que nos desenvolvemos, dejándonos llevar de la apatía, dejándonos dominar por el qué dirán y no manifestando nuestras convicciones desde la fe en Cristo porque ello implica navegar contra corriente o nos complicará la vida.
Hoy, en este domingo, cuando escuchamos la Palabra de Dios y celebramos la Eucaristía, nos tenemos que preguntar ¿en qué y por qué queremos ser los primeros? ¿Nos preocupamos por el afán de superarnos en nuestra vida cristiana, de ser cada día más amigos del Señor y ser mejores testigos de Él en medio de nuestro mundo?
Tenemos que pedir al Señor y poner de nuestra parte para que nuestra vida, la de cada uno de nosotros, la de cada cristiano, sea como una luz, un testimonio vivo de que vivir desde los valores del Evangelio es posible.
Hermanos y Amigos, el ser compañeros de Jesús nos apura a dar la cara por Él .Y para ello hemos de estar muy unidos a Él, hemos de dejarnos moldear por ÉL. Sentirnos orgullosos y contentos de pertenecer a una iglesia que, algunos que reinan en la primera línea de la información mediática, se encargan de lapidar, castigar y humillar en una campaña perfectamente orquestada y tergiversada, pero que es nuestra Madre Iglesia, asistida por la fuerza del Espíritu y que sigue llevando adelante la misión que Cristo le confió y donde el testimonio de los Mártires sigue dándole vitalidad.
Hermanos y Amigos, en este domingo el Señor a través de su Palabra nos invita a una conversión del corazón y de nuestras acciones de cada día. Nos llama a dejar de lado nuestras ambiciones para servir con humildad y amor, reconociendo que en el servicio del más pequeño, en el servicio desinteresado y en una entrega confiada encontramos, nos encontramos, con el rostro mismo de Dios.
Hermanos y Amigos, no cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35). Y es que sólo el Señor da pleno sentido a nuestra existencia. Sólo si dejamos que Dios habite en nosotros puede quedar reconducido nuestro corazón, para amar al estilo del Señor. Por ello necesitamos pedirle nos dé la fuerza de su Espíritu y nos enseñe a servir siempre con amor.
¡Ánimo y adelante! ¡Merece la pena!
Adolfo Álvarez. Sacerdote