CRISTO, EL QUE SANA Y SALVA A LA HUMANIDAD
Somos convocados de nuevo en el Domingo, día en que Cristo ha vencido al pecado, al mal y a la muerte con su Resurrección.
La Palabra de Dios de este domingo es una invitación a que anunciemos el Evangelio de la Vida. Como cristianos tenemos que anunciar la Buena Noticia del Evangelio y esta Buena Noticia es motivo de plenitud de vida aquí en la tierra y germen de la Vida eterna.
La vida de cada día es una oportunidad maravillosa en orden a la propia santificación. El trabajo y los avatares cotidianos, las tristezas y las dificultades, los gozos y las alegrías que conforman la vida ordinaria del hombre, son sin duda una ocasión para descubrir la presencia misteriosa del Señor que acompaña al hombre en todas las situaciones de la vida.
Podemos caer en la tentación de vivir angustiados, sin ganas, ya sea por el peso de la vida, las fatigas o por las mismas dificultades inherentes a la condición humana (como nos muestra la primera lectura de Job). Sin embargo, a pesar de todas las dificultades, la vida del cristiano está persuadida de la presencia del Señor que “sana los corazones destrozados” (como cantamos hoy en el Salmo responsorial))
La reflexión del libro de Job tiene permanente actualidad. Basta mirar a nuestra propia vida o asomarnos a los medios de comunicación para ver los problemas y dolores que acompañan a la humanidad. La radio, la televisión, la prensa anuncian constantemente enfermedades y muertes, miseria y hambre, violencia y guerras, injusticias y odios. Job, consciente de la fatiga y del trabajo y de la brevedad de su vida no se limita a quejarse de su triste suerte, sino que anhela encontrarse urgentemente con Dios. A cada uno de nosotros, ante el dolor y la enfermedad, la boca se nos llena de preguntas. ¿Por qué el hombre sufre tantas tribulaciones en la vida? ¿Por qué existe tanto dolor en el mundo? ¿Por qué innumerables criaturas inocentes son víctimas de enfermedades incurables?; si Dios existe y es bueno, ¿por qué permite el mal?… Es difícil aceptar y entender la pena, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Cada uno de nosotros, creyentes, ante el enigma del dolor, tenemos que entrar en el misterio de Dios y comprender que el dolor puede ser acto de amor y ofrenda de redención con un sentido último de purificación.
El Evangelio de hoy nos manifiesta, con toda claridad, al contarnos la actividad de un día de Jesús en Cafarnaúm, las dos grandes dimensiones en la vida de Jesús: La dimensión horizontal, ayudando a los hombres en su miseria. Y la dimensión vertical, estando unido con el Padre por medio de la oración.
Se nos presenta hoy Cristo como la salvación del hombre, como el médico que sana todas nuestras enfermedades y dolencias. Es el Dios hecho hombre que sana los corazones destrozados, como proclamamos hoy en el salmo responsorial. Se reconoce como enviado por Dios para llevar la Buena Noticia a los que sufren
Qué gran lección la que Jesús nos da: sale con sus discípulos de la sinagoga y, en la casa de Pedro, actúa maravillosamente. Una vez más habla con autoridad: hace lo que dice. Habla, camina, entra en casa de Pedro y cura. Las obras le acompañan. Las obras le hacen eco. No necesita más refrendo ni más marketing que su infinita misericordia. Repito: ¡sus obras le acompañan!
El Evangelio se hace hoy actual para nosotros; también hoy Jesús se acerca a todo hombre que sufre en su cuerpo o en su espíritu. Jesús vino al mundo a curar, liberar y salvar a los hombres. Hoy Cristo está presente entre nosotros y continúa haciendo el bien, curando dolencias, enjugando lágrimas, dando esperanza a un mundo enfermo que llora desesperanzado.
Todos sabemos que el Evangelio está lleno de sus pruebas de amor hacia sus hermanos, los hombres. Siempre tiene tiempo para ellos. A todos los acoge, el Señor, con un corazón abierto. Nunca niega su ayuda a los que tienen confianza en Él. Y sus predilectos son los enfermos, los necesitados, los marginados. Realmente, Cristo colma a los hombres con su amor, sus beneficios, sus milagros. Hoy somos interpelados a hacer los gestos que Jesús hacía sirviendo a los demás, sirviendo a los más necesitados.
Ahora bien, sólo una vida profunda es capaz de recomponer las fuerzas gastadas a favor de los demás. Miremos al Señor; se retira a un descampado. No se conforma con hacer el bien. Sabe que, de igual forma, ha de estar en comunión con el Supremo, con Aquel que es su fortaleza, y por eso “Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar”. Jesús tiene necesidad de relacionarse con el Padre, de estar en comunión constante con Él. De aquí saca las fuerzas para todas las acciones que vemos realiza a favor de los demás y para cumplir la voluntad del Padre. De aquí sacamos nosotros ejemplo y lección de cómo para cada uno vivir nuestro ser cristiano desde la vocación a la que fuimos llamados necesitamos también momentos de intimidad con Dios, momentos de oración. Creo que podemos decir que la oración es a la vida cristiana lo que el aire a la respiración. La oración nos es imprescindible para mantener y fortalecer nuestra confianza en Dios y mantener nuestra esperanza y poder ser después portadores de esta esperanza a los demás
Hermanos y Amigos, si nuestro seguimiento de Cristo es auténtico, tiene que darse en estas mismas dos dimensiones: el compromiso con los hermanos, especialmente los más necesitados, y la unión con Dios. Por eso, un padre de la Iglesia dice que la vida del cristiano auténtico se representa en la cruz. El madero horizontal simboliza el amor hacia los demás; el madero vertical simboliza el amor hacia Dios.
Nosotros hoy queriendo seguir al Señor hemos de reconocernos enfermos, reconociendo todos esos espíritus inmundos que nos dominan en muchas ocasiones, y dejarnos tocar por Él que nos sana y nos levanta. Y hemos de ser hombres y mujeres de Oración, de buscar y tener cada día momentos de oración, de intimidad con el Señor. Y todo ello para ser hoy testigos del Señor. Que también cada uno de nosotros digamos desde lo más profundo del corazón: ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio”
Por eso tenemos que preguntarnos si acudimos a Él y dejamos que nos sane en lo más profundo del corazón de todo aquello que nos separa de Dios y de los demás. Y preguntémonos si somos coherentes apoyados en la Gracia de Dios o si nos puede el respeto humano, el miedo la cobardía o la indiferencia a la hora de manifestar y testimoniar a Jesús como nuestro Salvador.
Hemos de “buscar” al Señor como hacían aquellas gentes y participar plenamente de su salvación dándole gracias por su misericordia y las maravillas que obra en nuestros corazones.
Hemos de redescubrir el valor de la Eucaristía, donde el Señor se nos da como Alimento de Vida Eterna, y donde reponemos nuestras fuerzas para transformar nuestro mundo en Reino de Dios.
Que Jesús, el Señor, sea nuestra Luz y nos acompañe siempre ayudándonos a hacerle presente en nuestro mundo de hoy llevando la fuerza de la gracia del Señor a quienes sufren, pues solo Él es la verdadera felicidad del hombre.
Adolfo Álvarez
Sacerdote