LA VIDA CRISTIANA:
SERVIR A LOS DEMAS DESDE LA CARIDAD DE CRISTO
La Liturgia de cada Domingo es luz y aliento para cada uno de nosotros, creyentes, expuestos a los vaivenes del mundo y a los razonamientos meramente mundanos. Por ello también la Palabra de Dios de cada Domingo nos ayuda a discernir cómo va nuestra vida cristiana, si crecemos en comunión con Cristo o si por el contario nos alejamos de Él, aunque aparentemente seamos sus discípulos, digamos de creemos en Él.
La Eucaristía es la Fuente del Amor. Se nos manifiesta la entrega de Cristo por cada uno de nosotros, la expresión máxima de su Amor por cada uno de nosotros y nos alimentamos de su Amor para poner en práctica el Mandato Nuevo del Amor. Aquí nos encontramos con la ley fundamental de la evangelización: compartir el amor del Padre y de Jesús por los hombres, por cada uno de nosotros. Y esto pide de nosotros conversión, que el Señor esté en el centro de nuestro corazón, sea nuestra Riqueza.
En el Evangelio del domingo pasado se nos invitaba a preguntarnos ¿qué hacemos con los bienes que tenemos? ¿Cómo estamos utilizando nuestras cosas, nuestro dinero? En este domingo la Palabra de Dios nos invita de nuevo a preguntarnos sobre el mismo tema, nos pregunta por nuestra posible entrega idolátrica al dinero, al disfrutar sin orden ni concierto, olvidándonos de Dios.
En la Parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro que hoy contemplamos se condena el rico no porque sea rico (las riquezas se pueden usar para el bien), se condena el rico porque es un egoísta que se olvida de los demás, se condena su insensibilidad para con los pobres, con los más necesitados.
La importancia del compartir, de conocer lo que sucede a nuestro alrededor, no siendo indiferentes ante ningún sufrimiento humano, radica, para cada uno de nosotros creyentes, en que somos hermanos y tenemos que estar centrados en la vida no en el “yo” sino en el “tú”. El amor que Dios tiene para con nosotros nos coloca en la perspectiva del otro, de sus problemas y necesidades. El problema no es la riqueza sino la falta de amor. El rico de la parábola irá al infierno no porque le hubiera robado nada a Lázaro, sino porque ni siquiera se había dado cuenta que estaba allí echado a la puerta de su casa.
Hermanos y Amigos el Evangelio de este Domingo complementa el del domingo pasado. Hay que asegurarse, tener garantías para el día de mañana del cielo. ¿Cómo? Haciendo el bien, compartiendo, dándonos. Aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente” no es precisamente un refrán que ayude y sirva para la vida cristiana y mucho menos que nos ayude a que se nos abran las puertas del cielo. Hay que vivir dignamente pero nunca siendo indiferentes a la situación de los demás, especialmente ante las situaciones de pobreza y necesidad de los demás. El infierno es el no a Dios, el no a vivir en su Amor. El infierno es el sufrimiento de no poder amar.
No es ningún pecado anhelar el bienestar personal de cada uno de nosotros pero siempre que no marginemos de la mesa de nuestra felicidad aquellos que tienen derecho como hijos de Dios y aislarlos a sentarse en ella. En la mesa del gozo, de la fraternidad, de la alegría, de las ilusiones… hay sitio para todos, tiene que haberlo porque Dios ha preparado sitio para todos. Dios nos ha creado para ser felices, lo que ocurre es que la buscamos donde no está y aquí hemos de caer en la cuenta de ello:
En el principio de los tiempos se reunieron varios demonios para hacer una de las suyas.
Uno de ellos dijo:
–Debemos quitarles algo a los hombres, pero, ¿qué?
Después de mucho pensar uno dijo:
–¡Ya sé!, vamos a quitarles la felicidad, pero el problema va a ser dónde esconderla para que no la puedan encontrar.
Propuso el primero:
–Vamos a esconderla en la cima del monte más alto del mundo.
A lo que inmediatamente repuso otro:
–No, recuerda que tienen fuerza, alguna vez alguien puede subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos sabrán donde está
Luego propuso otro:
–Entonces vamos a esconderla en el fondo del mar
Y otro contestó:
–No, recuerda que tienen curiosidad, alguna vez alguien construirá algún aparato para poder bajar y entonces la encontrará.
Uno más dijo:
–Escondámosla en un planeta lejano a la Tierra.
Y le dijeron:
–No, recuerda que tienen inteligencia, y un día alguien va a construir una nave en la que pueda viajar a otros planetas y la va a descubrir, y entonces todos tendrán felicidad.
El último de ellos era un demonio que había permanecido en silencio escuchando atentamente cada una de las propuestas de los demás. Analizó cada una de ellas y entonces dijo:
–Creo saber dónde ponerla para que realmente nunca la encuentren.
Todos se volvieron hacia él asombrados y preguntaron al mismo tiempo:
–¿Dónde?
El demonio respondió:
–La esconderemos dentro de ellos mismos, en su corazón, estarán tan ocupados buscándola fuera que nunca la encontrarán.
Todos estuvieron de acuerdo y desde entonces ha sido así: el eterno, moderno y actual Epulón, sigue viviendo en nosotros, desde el momento en que nos pasamos la vida buscando la felicidad sin saber que la llevamos consigo en las entrañas, en el corazón, y que esta felicidad aumenta cuando ponemos el corazón en los demás.
También un día le preguntaban a una madre que había dado a luz, sobre el estado de su salud y ella contestó: Soy feliz porque he dado vida. Algo así hemos de ser nosotros para con los demás, ser felices dándonos, compartiendo, abriendo los ojos a tantos Lázaros que están o pasan junto a nosotros. No podemos ser indiferentes ante ningún sufrimiento humano, ante ninguna pobreza. Nuestro corazón debe estar abierto a los que necesitan de nuestra ayuda, a los que piden nuestra ayuda, para no estar lejos de la orilla de Dios. Nuestra fe en Cristo nos lleva necesariamente al encuentro del pobre y necesitado, porque como creyentes en Cristo serlo de verdad es vivir según sus sentimientos y actitudes. Y los sentimientos y actitudes de Cristo son de entrega, de donación total, de amor entregado al máximo por los demás y para los demás, especialmente los más pobres y necesitados.
Hermanos y Amigos, hoy ser creyentes implica optar. Los escaparates nos seducen, nos anuncian, nos engañan, nos venden lo que aparentemente da felicidad pero que no es así. La fe, la confianza plena en Cristo, sin embargo, nos hace discernir, nos lleva a la verdad, nos enfrenta a nuestro propio yo, a nuestro egoísmo. Hoy ser creyentes nos exige vivir con las antenas levantadas para permanecer firmes en Él, pues ¡recibimos tantas ofertas! ¡Tenemos tantas tentaciones de vivir como si Dios no existiera! Pero Cristo está a nuestro lado, afiancémonos en El, que sea nuestra Roca firme, pues el Señor es nuestra riqueza y el motor de nuestro existir. Que desde Él sepamos usar de los bienes siempre para el bien, siempre para vivir el Mandato del Amor.
Que nuestro estar afianzados en Cristo se ponga de relieve en nuestra manera de vivir, así también estaremos viviendo el encargo que el Señor nos hizo desde el momento de nuestro bautismo: “Vosotros sois la luz del mundo…vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5). Y para ello tengamos los ojos abiertos a las necesidades de nuestros hermanos, sean cuales sean: no siempre será dar dinero o comida, también puede ser dar y compartir nuestro tiempo, dar una palabra amable, justa y oportuna, dar de nuestro tiempo acompañando a personas que sufren la soledad… Por ello hemos de preguntarnos ¿qué “Lázaro” están a nuestra puerta?
Hermanos y Amigos participar del Banquete de la Eucaristía, donde el Señor se nos da como Pan de vida, fuerza para amar a su estilo, nos ayude a empaparnos de la fuerza de Dios para cada día luchar sin desfallecer en el combate de la fe que nos lleva a no ser nunca indiferentes ante los Lázaro que nos encontremos en nuestro camino y a construir aquí el cielo que un día esperamos alcanzar en plenitud viviendo ya sin velos la Vida Eterna.
Adolfo Álvarez. Sacerdote