El Señor nos llama a descubrir y sembrar el Bien y luchar contra el mal.
La Sagrada Escritura siempre va a lo más profundo de nuestra existencia. Da de lleno en lo más íntimo de nuestro ser y a veces en lo más oscuro de nuestras relaciones con los demás y con frecuencia nos pone ante nuestra mediocridad personal. La clave de la Palabra de Dios de este Domingo es que no se puede excluir a nadie que sirve en nombre de Dios. Dios reparte dones y carismas, pero nadie tiene la exclusividad.
El Evangelio de hoy es tremendamente consolador en su exigencia. Dios quiere que el bien se difunda. Y si entramos en el corazón de Dios cada día, si dejamos a Dios entrar en nuestro corazón, encontramos múltiples motivos de alegría no sólo por el bien que se realiza dentro de la Iglesia, a lo largo y ancho del mundo, sino también por cualquier obra buena que alguien hace en alguna parte del mundo. Hemos de reconocer el bien y reconocer el bien, venga de donde venga y hágalo quien lo haga, pues no podemos caer en la trampa de recelos o de exclusivismos a la hora de descubrir y agradecer el bien. ¡Cuántos recelos existen a veces entre los diferentes grupos o movimientos eclesiales! ¡Cuántos recelos entre los que formamos los diferentes grupos en una parroquia! Todos esos recelos el Señor nos llama hoy a superarlos y a que lo que nos tiene que preocupar es a hacer el bien y a difundir el bien. Y el criterio para discernir el bien del mal es la misma persona de Jesucristo. Jesús es el Criterio. Por eso tenemos que preguntarnos ¿cómo actuamos? ¿Lo hacemos en nombre del Señor? O ¿nos buscamos a nosotros mismos?.
Según la enseñanza del Evangelio de hoy los discípulos en el seguimiento del Señor debemos estar dispuestos a luchar de manera decidida contra el mal, a evitar todo escándalo, a aceptar las renuncias y sacrificios personales.
Y en este luchar contra el mal el Señor nos advierte para que luchemos contra el pecado de escándalo, escándalo que son nuestras incoherencias, nuestros malos ejemplos, nuestros malos consejos y por ello hemos de apartarnos de hacer acciones malvadas (nuestra mano) de recorrer un camino que no es el de Dios (nuestro pie) y de desear lo que nos lleva a la ruina moral (nuestro ojo). Hay que luchar contra todo esto y vivir y enseñar aquellos caminos que conducen a la auténtica felicidad, al amor y la alegría que produce el encuentro personal con Cristo, que nos lleva a un auténtico amor a los demás.
Hermanos y amigos este programa es superior a nuestras fuerzas pero merece la pena y por eso necesitamos de la gracia del Señor, de la fuerza de su Espíritu, que “viene en ayuda de nuestra debilidad”. Y el Señor nos da siempre su fuerza, pongamos toda nuestra confianza en Él. Que iluminados por su Palabra y con la fuerza de la Eucaristía trabajemos siempre por el bien, alegrémonos cada vez que el amor de Dios se manifieste en el mundo y luchemos contra el mal. ¡Manos a la obra!.
Adolfo Álvarez. Sacerdote.