El domingo pasado cuando Jesús preguntó a los discípulos ¿quien dice la gente que soy yo?, les adelantó que el Mesías esperado no iba a ser como ellos esperaban, que no iba a responder a determinadas expectativas, como por ejemplo: un Mesías que acabara con la dominación romana, un Mesías todopoderoso, al cual todos deberían reconocer sin ninguna dificultad. Ellos no lo entendieron y se quedaron desconcertados. Hoy en la lectura evangélica de este domingo vuelve a darles otro toque, vuelve a llamarles la atención y ellos siguen sin entender, incluso, como hemos escuchado, les da miedo preguntarle sobre lo que les está diciendo.
Y es que el acontecimiento de la muerte de Jesús, no va a ser entendido por los discípulos, hasta bastante tarde, hasta después de la resurrección, y la demostración de ello, de que no habían entendido nada cuando Jesús les habló de cómo iba a ser el final de su vida, fue su comportamiento los días de la pasión, lo dejaron solo, solo uno de los doce y unas cuantas mujeres aguantaron hasta la cruz, solo unos pocos permanecieron a su lado. El final de Jesús, su muerte en cruz, el momento y la forma de su muerte es de lo más difícil de aceptar y de comprender, tanto para ellos entonces, como para nosotros ahora, que tampoco entendemos e incluso nos cuesta aceptar.
Pienso que hoy valdría la pena releer en casa la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría (2, 12.18-20), ya que es un preludio de lo que acabamos de escuchar en el pasaje evangélico, a ello os invito. Releerla despacio. Es un breve resumen de lo que nos dice el autor sobre lo que decían y pensaban llevar a cabo contra el justo los impíos: el justo nos resulta fastidioso…, se opone a nuestra conducta…, nos reprocha, nos reprende…, su sola presencia nos resulta insoportable… Por eso lo someteremos a ultrajes y torturas… Lo condenaremos a muerte ignominiosa. Veremos si aguanta, pues según dice, Dios lo salvará (Sab 2, 12-20). La Iglesia siempre vio en este pasaje la imagen del Cristo perseguido por quienes veían en sus palabras una condena de su conducta.
Y es que, amigos y hermanos, a lo largo del camino, Jesús va enseñando a los discípulos. Como cualquier estudiante en cualquier colegio del mundo, los discípulos no lo entienden todo a la primera. A veces, ni a la segunda. Pero Jesús, el buen maestro, no pierde la calma. Y repite la explicación. Eso es lo que se ve en el Evangelio de hoy. Después de haber hecho tanto camino juntos –ya están cerca del final porque Jesús les está ya anunciando su muerte–, después de estar hablándoles de entrega y de muerte en cruz, los discípulos discuten sobre quién es el más importante entre ellos. Se ve que no han entendido nada. No importa. Jesús con toda paciencia repite la explicación: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
A nosotros nos ocurre muchas veces lo mismo y por ello tenemos que dejar que Jesús nos explique de nuevo una y otra vez: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Porque en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestras comunidades, de vez en cuando hay brotes de violencia, de envidia, hay rencores que no nos dejan vivir en paz y que nos amargan la existencia, hay demasiadas aspiraciones a los primeros puestos, a ser importantes, demasiadas discusiones sobre quién es el primero. Hoy nos viene bien que Jesús nos repita la lección: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” El cristiano, cada uno de nosotros, ha de ser siempre servidor de Cristo y de la comunidad, de los demás; ésa es su gran vocación,nuestra gran vocación y su gran dignidad, la de cada uno de nosotros creyentes, está en servir a los hermanos. Y es éste el encargo que el mismo Jesús nos hizo en el gesto del lavatorio de los pies cuando dice a los discípulos, y nos dice también a nosotros: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros también lo hagáis”(San Juan 13,15)
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35). Y es que sólo el Señor da pleno sentido a nuestra existencia. Por ello necesitamos pedirle nos dé la fuerza de su Espíritu y nos enseñe a servir siempre con amor.
¡Ánimo y adelante! ¡Merece la pena!
Adolfo Álvarez. Sacerdote