La celebración de la Eucaristía cada domingo es un encuentro vital con Cristo, encuentro que ha de iluminarnos y transformarnos.
La Palabra de Dios de este Domingo nos sigue invitando a vivir una vida cristiana en comunión con Dios. El espíritu Santo, al que hemos de invocar con frecuencia, ha de ayudarnos a tener un verdadero deseo de escuchar y conocer la Palabra de Dios para dejarnos guiar por ella.
La Liturgia de este día nos presenta a Jesús curando a un sordo, al que, debido a su sordera, le era imposible hablar. Se trata de un episodio con profundo significado para la vida cristiana, para nuestra vida cristiana. La liturgia del Bautismo recoge estos dos gestos que vemos realizados por Jesús en el evangelio de este domingo.
Ante la limitación humana simbolizada en el sordomudo del Evangelio, Jesús se muestra como el Mesías anunciado por los profetas: “Mirad que vuestro Dios… viene en persona… Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la legua del mudo cantará” Las obras que realiza no son solamente un acto de su compasión o bondad sino que son signo de la llegada del tiempo mesiánico, prometido por los profetas. Jesús cura y salva; y nosotros reconocemos esa presencia de su obra cuando decimos en el Salmo 145: “Alaba, alma mía, al Señor, que mantiene su fidelidad perpetuamente.”
Las curaciones que Jesús realiza, como la que se nos relata, en este domingo, del sordomudo, señalan la realidad de que nuestra humanidad solo alcanza su plenitud cuando nos unimos al Señor.
Hemos de pararnos y ante el Señor “conocerle más, para más amarle y mejor seguirle”. Seguramente que nosotros nos parecemos a este sordomudo. Porque existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo central de la persona, al que llamamos “corazón”. Esto es lo que Jesús vino a “abrir”, a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud nuestra relación con Dios y con los demás.
La palabra, “Effetá” –Ábrete- que Jesús pronuncia hoy ante el sordomudo resume toda la misión de Jesucristo. Él se “hizo carne” para que el hombre que por el pecado se había vuelto interiormente sordo y mudo, sea capaz, seamos capaces, de escuchar la voz de Dios y así vivir en comunión con Dios y con los demás.
Aunque el milagro afecta a la espera física, sin embargo, ilustra también los efectos del pecado en la esfera espiritual del hombre. Los hombres no logran escuchar la voz de Dios a causa de su incredulidad, y apenas pueden hablar (v.32) cuando intentan hablar de las cosas de Dios. Sin embargo, cuando Dios actúa mediante la acción del Espíritu Santo abre las mentes de los hombres, y estos responden adecuadamente a su Palabra, las ligaduras de la lengua son desatadas y cambia radicalmente su modo de hablar y de expresarse, anunciando el misterio de Dios. ¡Cuántas veces escuchamos la Palabra de Dios y en nosotros no cambia nada porque tenemos cerrados los oídos del corazón!.
En nuestro tiempo muchos creyentes tienen un impedimento para hablar de su experiencia personal con Jesucristo, o pueden hablar del Evangelio en ciertos ambientes, pero no son capaces de hacerlo con todas las personas. Serían los autistas del evangelio. El encuentro con Jesucristo nos lleva necesariamente a que se nos desate la lengua y a que proclamemos sin cobardías que Jesucristo hace cosas nuevas, que todo lo hace bien en nosotros.
Ante la queja general de la pérdida de fe, debiéramos preguntarnos los cristianos si no nos hemos quedado mudos. ¿Qué pasaría si habláramos con valentía y diéramos testimonio como lo hicieron los amigos del sordo que lo presentaron a Jesús?Y es que, alcanzar la verdad en nuestra existencia, es una tarea ardua, difícil. Y muy difícil, hoy es la coherencia. Exige empeño, atención, perseverancia. Y, porque no decirlo, son tantos los inconvenientes, los “inhibidores” que nos impiden escuchar con nitidez a Dios que, en el campo de la fe, hay mucho sordo. Sobre todo, y lo más grave, la sordera espiritual que nos hace caer en el olvido sistemático de Dios. Yo diría que estamos padeciendo la “gripe E”. La gripe espiritual. Donde nos dejamos contagiar por lo malo. Y damos por bueno lo que es pernicioso para nuestra salud espiritual.
Y podemos en este día preguntarnos:¿Qué hacer para luchar contra la “gripe E”?
1.) Primero salir de nuestros egoísmos personales. El abrirnos, además de darnos horizontes, nos posibilita un enriquecimiento personal y comunitario. ¿Cómo me encuentro frente a Dios y frente a mis hermanos? ¿Qué actitud presento en palabras y obras?
2)Segundo: tenemos que despertar de nuevo, con ilusión y con entusiasmo, en la alegría de creer y de esperar en Jesús. No podemos dejar que, la mano providente del Señor, salga constantemente a nuestro encuentro. ¿Qué hacemos nosotros? ¿Nos ponemos en disposición de cambio? ¿Estamos dispuestos a ello? Para ello, antes que nada, pedir al Espíritu Santo que nos haga sentir con fuerza la presencia de Dios. Sólo un torrente de agua es capaz de deslizarse con fuerza por las laderas de un monte. Sólo un cristiano tocado por el Señor será capaz de dar testimonio en los precipicios a los que se asoma la humanidad.
3) Tercero: pidamos al Señor, que siempre que nos presentemos ante EL, lo hagamos con docilidad. Ni vemos todo lo que hay ni oímos todo lo que El nos dice. La peor sordera que existe en el mundo cristiano es precisamente que nos cuesta escuchar mensajes cristianos. Preferimos mundanizar nuestra fe, a que nuestra fe cristianice todo lo que somos, tenemos y decimos. Nos podríamos preguntar, por ejemplo, si en nuestras redes sociales (las que están a nuestro alcance) si las ponemos a disposición de los mensajes cristiano o si, por el contrario, también les hemos puesto sordina para todo lo que suene a divino.
Que el Señor abra nuestros oídos. Que seamos capaces de percibir su presencia. Que su Palabra sea un río de agua viva. Que, en medio de tantas enfermedades y preocupaciones, la fe sea fuente de salud, de confianza y de esperanza.
Adolfo Álvarez. Arriondas