En varias parábolas Jesús compara el Reino de los Cielos con un banquete de Bodas, en la de hoy (Mt 22,1-14) se compara el Reino de Dios con un Rey que celebró el banquete de boda de su hijo.
En el Poema del Hombre Dios , Jesús nos revela de forma preciosa más detalladamente esta idea:
“El Reino de los Cielos es la casa del desposorio que Dios celebra con las almas: el momento de entrada en aquél se identifica con el día de la boda.(………………..)
Todos los fieles están llamados al desposorio celeste, porque Dios ama a todos sus hijos: para unos antes, para otros después, se presenta el momento del desposorio; y el hecho de haber llegado a él es gran ventura. Escuchad lo que os digo ahora. No ignoráis que las jóvenes consideran un honor y una suerte el ser llamadas para formar el cortejo de la novia. Apliquemos a nuestro caso concreto los personajes; veréis como entenderéis mejor.
El Esposo es Dios; la esposa, el alma de un justo a la que – habiendo cumplido el período de su noviazgo en la casa del Padre, es decir, velando por la doctrina de Dios y obedeciéndola y viviendo según la justicia – acompañan a la casa del Novio para celebrar el matrimonio. Las vírgenes del cortejo son las almas de los fieles que, siguiendo el ejemplo de la novia – haber sido elegida por su Prometido por sus virtudes es signo de que era un ejemplo vivo de santidad – tratan de alcanzar este mismo honor santificándose.
Su vestido es blanco, está limpio, lozano; blancos son sus velos; están coronadas de flores. Llevan lámparas encendidas en sus manos. Las lámparas están muy limpias; su mecha, embebida del más puro aceite, para que no despida mal olor.
Su vestido es blanco. La justicia, cuando se practica firmemente, da vestido blanco (que – pronto – un día se hará blanquísimo, sin el más lejano recuerdo de mancha alguna, de una blancura supra natural, angélica).
Su vestido está limpio. Es necesario tener, con la humildad, siempre limpio el vestido. Es muy fácil empañar la pureza del corazón. Quien no tiene corazón limpio no puede ver a Dios. La humildad es como agua que lava. Quien es humilde se da cuenta enseguida – su ojo no está empañado por el humo del orgullo – de que ha manchado su vestido y corre hacia su Señor y dice: «He privado de pureza a mi corazón. Lloro para purificarme. A tus pies lloro. ¡Sol mío, da blancura con tu benigno perdón,con tu amor paterno, a este vestido mío!».
Un vestido lozano. ¡Ah, la lozanía del corazón!: los niños la tienen por don de Dios; los justos, por don de Dios y por su propia voluntad; los santos, por don de Dios y por la voluntad llevada al heroísmo… ¿Y los pecadores, que tienen el alma lacerada, quemada, envenenada, sucia?, ¿no podrán volver a tener jamás un vestido lozano? No, no, sí que pueden. Ya desde el momento en que se miran con repulsa empiezan a tener esta lozanía; la aumentan cuando deciden cambiar de vida; la perfeccionan cuando, con la penitencia, se lavan, se desintoxican, se medican, reconstituyen su pobre alma. Con la ayuda de Dios – que no niega su santo auxilio a quien se lo pide -, con su propia superheroica voluntad – su trabajo es doble, triple, o séxtuplo, pues en ellos no se trata de tutelar lo que tienen, sino de reconstruir lo que ellos mismos han echado por tierra – y con penitencia incansable, implacable, respecto a ese yo que fue pecador, los pecadores restituyen la lozanía infantil a su alma, preciosa ahora por su experiencia, que los hace maestros de otros que son como eran ellos, es decir, pecadores.
Velos blancos. ¡Es la humildad! Tengo dicho: «Cuando oréis o hagáis penitencia, que el mundo no se percate de ello». En los libros sapienciales está escrito: «No se debe revelar el secreto del Rey». La humildad es ese velo cándido y protector que recubre el bien que hacemos y el bien que Dios nos concede. No se gloríe – necia gloria humana – el corazón por el amor de privilegio concedido por Dios: inmediatamente le sería arrebatado el don; cante, más bien, internamente a su Dios: «Mi alma te ensalza, Señor… porque has vuelto tu mirada a la pequeñez de tu sierva»».