Pero el mundo continúa. Generaciones y más generaciones surgen y surgirán. Pueblos y más pueblos vendrán a Cristo.
¿Puede Cristo morir para cada nueva generación, para salvarla, o para cada pueblo que a Él venga? No. Cristo ha muerto una vez y no volverá a morir jamás, en, toda la eternidad. ¿Habrá de suceder, pues, que estas generaciones, estos pueblos, se hagan sabios por mi Palabra pero no posean el Cielo ni gocen de Dios, por estar heridos por la Mancha original? Tampoco. No sería justo, ni para ellos, pues vano sería su amor a mí, ni para mí, pues por demasiado pocos habría muerto. ¿Y entonces? ¿Cómo conciliar estas cosas distintas? ¿Qué nuevo milagro hará Cristo -que ya ha hecho muchos- antes de dejar el mundo para ir al Cielo, después de haber amado a los hombres hasta querer morir por ellos?.
Ya ha hecho uno, dejándoos su Cuerpo y su Sangre para alimento fortalecedor y santificador y para recuerdo de su amor; y os ha mandado que hagáis lo que Él hizo para recuerdo suyo y como medio santificador para los discípulos, y para los discípulos de los discípulos, hasta el final de los tiempos. Pero, aquella noche, purificados ya vosotros externamente, ¿os acordáis lo que hice? Me ceñí una toalla y os lavé los pies. Y, a uno de vosotros, que se escandalizaba de aquel gesto demasiado humillante, le dije: «Si no te lavo, no tendrás parte conmigo».
No entendisteis lo que quería decir, ni de qué parte hablaba, ni qué símbolo estaba poniendo. Pues bien, os lo digo.
Además de haberos enseñado la humildad y la necesidad de ser puros para entrar a formar parte del Reino mío, además de haberos hecho observar benignamente que Dios, de uno que es justo, y por tanto puro en su espíritu y en su intelecto, exige únicamente una última purificación – de aquella parte que, necesariamente, más fácilmente se contamina incluso en los justos, quizás sólo polvo que la necesaria convivencia con los hombres deposita en los miembros limpios, en la carne-, además de estas cosas, enseñé otra. Os lavé los pies, la parte inferior del cuerpo, la que va entre barro y polvo, a veces incluso entre inmundicias, para significar la carne, la parte material del hombre, la cual tiene siempre -excepto en los sin Mancha original, o por obra de Dios o por naturaleza divina (María Stma. por obra de Dios y Jesús por naturaleza divina) – imperfecciones, a veces tan mínimas que sólo Dios las ve, pero que verdaderamente deben ser vigiladas, para que no cobren fuerza y se transformen en hábito natural, y deben ser agredidas para ser extirpadas.
Os lavé los pies, pues. ¿Cuándo? Antes de la fracción del pan y el vino transubstanciados en mi Cuerpo y en mi Sangre.
Porque Yo soy el Cordero de Dios y no puedo descender a donde Satanás tiene puesta su huella. Así pues, primero os lavé; luego me di a vosotros.
Poema del Hombre Dios, María Valtorta.