Ya han llegado a la plaza. Jesús va derecho hacia el banco de las tasas, donde Mateo está haciendo sus cuentas y controlando si corresponden con las monedas (las cuales divide por categorías, metiéndolas en saquitos de distinto color y colocando éstos en un arca de hierro).
Dos siervos esperan para transportar el arca a otro lugar. En el preciso momento en que la sombra proveniente del alto cuerpo de Jesús se extiende sobre el banco, Mateo alza la cabeza para ver quién es el retardatario que viene a pagar. Pedro, mientras tanto, dice, tirando a Jesús de una manga:
-No hay nada que pagar, Maestro. ¿Qué haces?
Pero Jesús no le hace caso. Mira fijamente a Mateo – el cual se ha puesto en pie inmediatamente con un acto reverente,
– Otra mirada perforadora – no obstante, ya no se trata de la mirada del juez severo de la otra vez; es una mirada de llamada y de amor – Lo envuelve, lo satura de amor. Mateo se pone colorado, no sabe qué hacer, qué decir…
-Mateo, hijo de Alfeo, ha llegado la hora. Ven. ¡Sígueme! – impone Jesús majestuosamente.
-¿Yo? Maestro, ¡Señor! ¿Pero sabes quién soy? Lo digo por ti, no por mí…
-Ven, sígueme, Mateo, hijo de Alfeo – repite más dulce.
-¡Oh!, ¿cómo puedo haber encontrado gracia ante Dios? Yo… Yo…
-Mateo, hijo de Alfeo, Yo te he leído el corazón. Ven, sígueme – La tercera invitación es una caricia.
–¡Enseguida, mi Señor! – Mateo, llorando, sale de detrás del banco, sin ni siquiera ocuparse de recoger las monedas esparcidas encima, ni de cerrar el arca; nada.
-¿A dónde vamos, Señor? – pregunta ya junto a Jesús – ¿A dónde me llevas?
-A tu casa. ¿Quieres recibir en ella al Hijo del hombre?.
-¡Oh!… pero… pero ¿qué dirán los que te odian?.
-Yo escucho lo que se dice en el Cielo, y allí se dice: «¡Gloria a Dios por un pecador que se salva!», y el Padre dice:
«Eternamente la Misericordia se alzará en los Cielos y se cernirá sobre la Tierra, y, puesto que con un eterno amor, con un perfecto amor, Yo te amo, también contigo uso misericordia». Ven. Y que yendo Yo a tu casa ésta se santifique además de tu corazón.
-Ya la había purificado, por una esperanza que tenía en mi alma… que, no obstante, la razón no podía creer verdadera…
¡Oh, yo con tus santos…! – y mira a los discípulos.
-Sí, con mis amigos. Venid. Os uno. Sed hermanos.
Los discípulos están hasta tal punto estupefactos, que todavía no han encontrado la forma de decir palabra. Caminan en grupo, detrás de Jesús y Mateo, por la plaza toda sol y ya absolutamente vacía de gente y por un breve trecho de calle que arde bajo un sol cegador; no hay ser vivo alguno por las calles, sólo sol y polvo.
Entran en casa. Una hermosa casa, con un amplio portal que da a la calle. Un bonito atrio umbroso y fresco, más allá del cual se ve un vasto patio dispuesto como un jardín.
-Entra, Maestro mío. Traed agua y bebidas.
Los criados vienen con ello. Mateo sale a dar las correspondientes órdenes mientras Jesús y los suyos se refrescan.
Luego vuelve.
-Ven, Maestro; la sala es más fresca… Ahora vendrán amigos…Quiero que se haga una gran fiesta. Es mi regeneración…La mía… esta es mi circuncisión verdadera… Tú me has circuncidado el corazón con tu amor… Maestro, será la última fiesta… No
más fiestas para el publicano Mateo, no más fiestas de este mundo… Únicamente la fiesta interior de ser redimido y de servirte a ti… de ser amado por Ti… ¡Cuánto he llorado, cuánto, en estos meses!… Hace ya casi tres meses que lloro… No sabía cómo
hacer… quería ir… mas, ¿cómo ir a Ti, que eres Santo, con mi alma sucia?…
-La estabas lavando con el arrepentimiento y con la caridad hacia mí y hacia el prójimo.
El Evangelio como me ha sido revelado (María Valtorta)