En este Domingo de la Octava de Pascua celebramos el Domingo de la Divina Misericordia. Lo hacemos celebrando el centro de nuestra fe, la Resurrección de Cristo. Él muerto por amor, por la fuerza de Dios vive ahora para siempre y nos abre a nosotros el camino de la vida. Es éste el signo mayor de la misericordia de Dios nuestro Padre. Y lo hacemos siguiendo la Revelación que el Señor le hizo a Santa Kowalska: “Deseo que el primer Domingo después de Pascua se celebre la Fiesta de la Divina Misericordia” “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas especialmente para los pobres pecadores”. Este Año esta Fiesta de la Divina Misericordia adquiere un relieve especial al celebrarla en el marco del Año Santo Jubilar de la Misericordia en el que nos encontramos. Año Santo que tiene su punto álgido en el Misterio de la Pascua que estamos celebrando en estos días. Conviene recordar en este día lo que el Papa Francisco nos ha escrito para toda la Iglesia en la Bula de Convocatoria del Jubileo: “La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el corazón de toda persona” (n.12) y continúa diciendo: “La Iglesia siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en el misterio de la Misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia, profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo” (n.25)
Todos estamos llamados a experimentar la Misericordia de Dios por medio de Cristo, a vivir con todas nuestras fuerzas la fe en Cristo Redentor. Hoy contemplamos en el Evangelio de este día como el Apóstol Tomás experimenta esta misericordia de Dios, misericordia que tiene un rostro concreto, el rostro de Jesús Resucitado. Tomás no cree, no se fía del testimonio de sus compañeros, sin embargo, al final tiene que exclamar haciendo un profundo acto de fe: “Señor mío y Dios mío” y se deja tocar por la misericordia divina. A nosotros muchas veces nos pasa lo que a Tomás y tenemos que exclamar también “señor mío y Dios mío”. Es la plegaria, el acto, que sintiendo profundamente la Misericordia divina en nosotros, cura nuestras dudas, nuestros miedos y decepciones, nuestras debilidades y que nos hace suplicar al Señor: Señor, desde la Misericordia que brota de tu Corazón lleno de amor dame la fuerza de tu Espíritu, la fuerza de tu Amor para superar los miedos que me frenan para vivir en la fe, para sanar las debilidades que me impiden corresponderte a tu amor. Ayúdame a vivir y comunicar a los demás la alegría que produce en mi tu misericordia. Hazme con mis obras y palabras reflejo de tu misericordia. ¡Señor mío y Dios mío!.Amén.