EN JESUS UN MANDAMIENTO UNICO: AMAR A DIOS Y AMAR AL PROJIMO
De nuevo celebramos el Domingo, Día del Señor Resucitado, día en que celebramos a Cristo vencedor del pecado, del mal y de muerte. Y celebramos esta presencia del Señor Resucitado a través de la escucha de su Palabra y sentándonos a la Mesa de la Eucaristía participando de su Cuerpo y Sangre.
En esta escucha de la Palabra seguimos en la Escuela del Señor a través del Evangelista San Marcos que nos decía domingos anteriores: nuestro corazón no puede estar apegado al tener, nuestro corazón no puede estar apegado al poder. Cuando estamos apegados al tener, al poder estamos ciegos y hemos sentir al Señor que viene a nuestro lado y poniendo nuestra fe, nuestra confianza en él suplicamos: “Señor que vea”
Pues bien, en este domingo se nos invita a redescubrir que poner nuestra confianza en el Señor, el ver, nos tiene que llevar a amar. En el Evangelio de este domingo Jesús nos manifiesta la ley fundamental de nuestra vida cristiana: el amor a Dios y el amor al prójimo. Toda nuestra vida, cuando es realmente cristiana, está orientada hacia el amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la salvación eterna. Y ello nos es posible porque Él nos amó primero, y esta experiencia de su amor nos ha de llevar a amarle, pero también a amar a los demás, pues Dios “viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe” (Prefacio III de Adviento). Dios es lo primero y el principio. Lo primero en la fe y el principio en el amor. “Antes que el amor a Dios es el amor de Dios”.
Dios nos amó primero, la misma Creación es fruto del amor. La iniciativa es de Dios y sólo el amor de Dios, que viene de Dios y se adentra en el corazón del hombre, hace posible en nosotros el amor a Dios. La fuente y el principio no están en el hombre, no somos fabricantes del amor, no lo podemos tampoco comprar en ningún comercio ni tiendas de una gran superficie. Dios se ha manifestado y nos ha amado primero, así nos lo recuerda San Juan: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en él nos amó y nos envió a su Hijo” (1 Jn 4,10).
Esto es lo que se nos invita a escuchar, en la primera lectura del Deuteronomio se nos decía “Escucha Israel”. Hoy podemos decir: escucha tu (con tu nombre) “Yo te amo, te amo con locura” Te lo dice el Señor a ti hoy. Escúchalo y deja que en tu corazón en todo tu ser gustes este amor, te sientas profundamente amado. Dios te quiere con locura. El amor a Dios no es más que el retorno del amor de Dios.
Hermanos y Amigos hemos de escuchar al Señor, dejarnos interpelar por Él. Nos ayuda para caer en la cuenta de este necesitar “escuchar” al Señor, este testimonio:
En cierta ocasión le pregunté a Dios qué deseaba decirme o pedirme. Era un momento de ardiente fervor en el que me sentía preparado para escuchar cualquier cosa. En un momento de tranquila escucha, oí interiormente las siguientes palabras: «te amo». Y me sentí desilusionado: ¡ya lo sabía! Pero Él volvió a mí de nuevo con esas mismas palabras. Y de repente, me di cuenta con mucha claridad de que nunca había aceptado e interiorizado realmente el amor de Dios por mí. En ese instante lleno de gracia, vi que «yo sabía» que Dios había sido paciente conmigo y me había perdonado muchas veces. Pero me asombró no haberme abierto nunca a la realidad de su amor. Lentamente caí en la cuenta de que Dios tenía razón. Nunca había escuchado realmente el mensaje de su amor. Cuando Dios habla, siempre habrá «algo sorprendente, distintivo y duradero». (John POWELL, Las estaciones del corazón. Sal Terrae)
Amar a Dios, hemos de hacerlo desde descubrir, gustar y sentir que Dios forma parte de nuestra existencia e historia personal, y ha de tener, queremos que tenga, un lugar preeminente en nuestra vida. No se trata solamente de implorar su misericordia en momentos de debilidad o de sufrimiento, sino de poner a Dios en primer lugar para que ilumine las tareas y preocupaciones de cada día, y muy especialmente, las decisiones importantes de la vida. Amar a Dios no significa decirlo sólo de palabra, sino que lo hemos de poner de manifiesto con toda nuestra vida.
Pero, hoy nos encontramos con una novedad, una novedad grande, aquí está la identidad del cristiano: el amor de Dios se filtra por el hombre y, el amor al hombre (el auténtico, que no conoce límites ni tregua, ni descansa –como diría San Pablo) tiene su origen y su fuente en Dios.
Hermanos y Amigos, el Señor nos lanza un reto: el amor a Dios ha de ir unido al amor al prójimo.
Lo nuevo es que Cristo ha unido inseparablemente a estos dos mandamientos: El amor verdadero a Dios es un amor verdadero al hombre. Y todo amor auténtico al hombre es un amor auténtico a Dios. Ésta es la gran novedad de la Encarnación. Por la Encarnación, Dios se ha hecho hombre, Dios se ha solidarizado con todos los hombres; Dios y el hombre son inseparables.
La novedad del Evangelio es la divinización del hombre y la humanización de Dios. Significa: la oración, el culto, el servicio a Dios no tienen ningún valor si no expresan y alimentan una caridad auténtica, es decir, un servicio sincero y directo al hombre. El signo en que se reconocerá que somos discípulos de Cristo es que amamos a nuestros hermanos. En Dios que nos ama está la fuente de la misericordia, la fuente del perdón, la fuente de la generosidad… Por ello necesitamos beber en esta fuente para poder amar auténticamente al prójimo, pues no somos nosotros los fabricantes del perdón, de la misericordia, de generosidad. Como dice el refrán castellano “nadie da lo que no tiene”. San Agustín, en una de sus epístolas, habla muy claramente en el mismo sentido: “La caridad fraterna es la única que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Pueden todos hacer la señal de la cruz, responder amén, hacerse bautizar, entrar en la iglesia, edificar templos. Pero los hijos de Dios sólo se distinguen de los del diablo por la caridad. Puedes tener todo lo que quieras; si te falta el amor, de nada te vale todo lo demás.” Los primeros cristianos se llamaban sencillamente hermanos. Tenían un solo corazón y una sola alma, nos aseguran los Hechos de los Apóstoles. Hasta los paganos exclamaban: “Mirad, como se aman”. Es el elogio mayor que se puede hacer de una comunidad cristiana.
Hermanos y Amigos, El creyente, cada uno de nosotros siguiendo a Jesús, debe ser un especialista en amar y ayudar a los demás, como lo fueron y sus mejores discípulos, los santos de todos los tiempos. Jesús con su solicitud con los más pobres, enfermos y marginados, y especialmente con su sacrificio en la cruz, se ha convertido en ejemplo de ese amor desinteresado hacia los hombres. También nosotros, a ejemplo de Cristo estamos llamados a demostrar nuestro amor a Dios atendiendo con solicitud amorosa a nuestros hermanos los hombres. Un amor de corazón, no sólo de palabra; un amor que se traduzca en signos y preocupación por los demás.
De aquí que, en el vivir unidos al Señor y creciendo en nuestros deseos de conversión, al terminar nuestra jornada diaria podríamos hacernos estas preguntas: ¿he amado hoy? o ¿me he buscado a mí mismo? La respuesta sincera nos indicará lo que tenemos que hacer en consecuencia para ser hoy testigos de Cristo en medio del mundo que nos toca vivir.
Hermanos y Amigos, no lo olvidemos: en la Eucaristía está la fuente por excelencia para nosotros del Amor, en ella experimentamos y recibimos el Amor de Dios en la entrega de Cristo dándosenos en Alimento y desde ella hemos de vivir el amor a Dios y al prójimo. ¡Participemos con frecuencia en esta Fuente de Amor!
Hermanos y Amigos, ¡ánimo! ¡Dios nos ama! Que le correspondamos amándole y amando al prójimo. Y que, a través de nuestro amor, el prójimo descubra que Dios le ama.
Adolfo Álvarez. Sacerdote