LA TRANSFIGURACION DEL SEÑOR: POR LA CRUZ A LA GLORIA
Avanzamos en el Camino de la Cuaresma, subiendo a la cumbre de la Pascua, acercándonos a celebrar la muerte y resurrección de Jesús. Llegamos al Segundo Domingo de Cuaresma. Para vivir más conscientemente nuestra vida cristiana, al prepararnos para celebrar los Misterios centrales de nuestra fe se nos invita a vivir nuestro bautismo, que es incorporación a la muerte y resurrección de Jesús, y que renovaremos la noche más grande del año, La Noche Santa, en la Celebración cumbre del Camino Cuaresmal y centro de todo el Año Litúrgico, la Vigilia Pascual. Y se nos invita también a la conversión para que en la vida diaria los sentimientos y actitudes de Cristo vayan aflorando en nuestros pensamientos y acciones.
La Cuaresma es un tiempo ideal para medir la autenticidad de nuestra vida cristiana. La Cuaresma, signo sacramental, de nuestra conversión, nos brinda la oportunidad de volver nuestra mirada y nuestra vida al Señor, que arde en deseos de encontrarse nuevamente con cada uno de nosotros.
El domingo pasado se nos invitaba, con las tentaciones de Jesús en el desierto, a cambiar de modo de pensar: tener bienes, tener poder, tener fama no es la fuente de la felicidad. Hay que dejar esos criterios del mundo y ver que sólo el amor a Dios y a los demás nos puede dar la verdadera felicidad. Por ello, también, no caer en la tentación de adorar otros dioses, reconociendo al Dios de Jesús como nuestro único Dios. Jesús nos enseñó ante la tentación a vencerla poniendo toda nuestra confianza, fortaleza y esperanza en el Padre.
La liturgia de este Domingo continúa la manifestación plena del Hijo de Dios, hoy en el Monte Tabor. Este acontecimiento que hoy nos narra el Evangelio y somos invitados a contemplar nos invita a reflexionar sobre el Misterio Pascual. Si Jesús es plenamente hombre, como lo contemplábamos el Domingo pasado en las tentaciones, hoy se nos manifiesta como Hijo de Dios.
Este domingo se nos sigue invitando a cambiar en otro modo de pensar: aceptar la cruz como camino imprescindible para la resurrección. Nadie quiere cruces en su vida y todos tenemos más de las que quisiéramos tener. Nos asusta, nos espanta, incluso nos escandaliza, la cruz. Hoy se nos dice, como vemos en el prefacio – – que la pasión es el camino de la resurrección. No hay otro camino. Que sólo llegaremos a la luz por la cruz; que no hay vida sin muerte y no hay muerte sin vida; que el grano de trigo para producir fruto tiene que morir.
Hoy, con su Transfiguración, Jesús, de una parte acompaña a los Discípulos, ayudándoles a comprender el Misterio que les anunció de su muerte, y de otra parte, revela cómo es el modo de amar de Dios, amar hasta el extremo. La Iglesia nos invita a revivir el misterio de la Transfiguración como ejercicio para avanzar en el conocimiento de Cristo y poner nuestra vida en estado de oración. Ambas cosas son necesarias para llegar a la Pascua. Jesús introduce a algunos de los discípulos en su espacio de intimidad con el Padre. Allí les deja entrever el esplendor de su gloria. Hay que poner la mirada en el rostro y no temer que el resplandor supere la capacidad de los sentidos. La humanidad visible del Hijo revela la verdad invisible de su divinidad. En el rostro del Hijo podemos contemplar al Padre. Junto a Jesús, Moisés y Elías conversan con Él. Para entrar con su humanidad en la gloria es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. La muerte será vivida por Jesús como testimonio supremo de su amor al Padre. Un secreto designio de misericordia se revela en la montaña: la Ley y los Profetas habían anunciado los sufrimientos redentores del Mesías; ahora sabemos que el Mesías es el Hijo amado del Padre. La Cruz abrazada en obediencia no es la aceptación resignada de un fracaso, sino el triunfo del amor más grande. El sufrimiento horroroso de la Cruz será la expresión más bella del amor extremo.
Hermanos y Amigos, en la transfiguración, Cristo se presenta ante nuestros ojos como el consumador de toda la obra de salvación, dando cumplimiento a las promesas realizadas por Dios. Cristo, con su transfiguración quiso anticipar tanto a sus discípulos como a nosotros la gloria de la resurrección. De esta manera, el Señor quiere alentar y fortalecer nuestra fe ante el camino dificultoso de la cruz, que es necesario atravesar, para llegar a la resurrección.
La transfiguración es una invitación a descubrir el rostro resplandeciente del Señor en la vida de cada día, con la certeza de que Cristo es verdaderamente nuestra luz y nuestra salvación. Con Él a nuestro lado no hemos de caminar con temor, sino con valentía, manteniendo nuestra esperanza en el Señor. Que nuestro corazón se abra durante el itinerario cuaresmal a esta esperanza, pidiendo a Dios Padre, que nos mandó escuchar a su Hijo, el predilecto, alimente nuestro espíritu con su Palabra.
Hermanos y Amigos contemplemos esta escena, dejémonos impregnar de lo que nos quiere transmitir: En la transfiguración se revela realmente quién es Jesús como Hijo de Dios. Jesús se transfigura para arrancar de sus discípulos el escándalo de la cruz y para ayudarles a sobrellevar los momentos oscuros de su Pasión. Cruz y gloria están íntimamente unidas. El Tabor no se comprende sin el monte Calvario, los dos forman una unidad en la vida de Jesús. La Trasfiguración en el Tabor tiene que llevarnos a reconocer el momento de la Cruz como la verdadera transfiguración que manifiesta el ser más profundo de Dios: Un amor que da la vida por nosotros y la recobra en el momento de la Resurrección.
Y para vivir nosotros todo lo que la Contemplación este binomio Cruz-Gloria, el Tabor-el Calvario se nos dan dos toques de atención, toques para nosotros vivir con intensidad el Camino Cuaresmal, toques que nos valen para toda la vida cristiana: La oración y la escucha, la escucha y la oración.
Escuchar al Señor es fundamental, su Palabra es la única decisiva. Hemos de dejarnos interpelar por su Palabra. Para vivir hoy con autenticidad la vida cristiana hemos de dejarnos fascinar por su Palabra. Que hoy resuene en nosotros la llamada que se nos hace: “Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo”.
Y la oración, a la que Santa Teresa de Jesús define como “tratar de amistad con Aquel sabemos nos ama”, que nos hace ir dejándonos transformar por la Palabra escuchada mediante el diálogo amoroso con el Señor que va haciendo que nos identifiquemos cada mía con Cristo teniendo sus sentimientos y actitudes.
Quien ora como Jesús, experimentará la gloria de Dios y su protección, pero debemos escucharlo. Escuchar la palabra de Jesús nos compromete a configurar nuestro modo de pensar y obrar de acuerdo con esta palabra, palabra que nos llevará a aceptar el sacrificio y dejar que sus enseñanzas divinicen nuestra vida diaria. La oración es imprescindible en nuestro camino de conversión.
Este escuchar al Señor, este orar nos llevará necesariamente a la misión de anunciarle. No podemos quedarnos en el Tabor, hay que bajar del monte. No podemos quedar en la oración, ésta ha de hacernos proclamar a nuestros hermanos lo que hemos oído, lo que hemos visto y contemplado: el amor de Dios hasta el extremo, hasta la entrega de Cristo dando su vida por cada uno de nosotros.
Hermanos y Amigos adentrémonos el Misterio de Cristo, y avancemos mediante la escucha de la Palabra de Dios y la Oración en nuestra conversión para llegar renovados a la cumbre Pascual. En el camino el Señor es nuestra Luz.
Que esta Cuaresma sea un tiempo de gracia para acoger de corazón la cruz de Cristo, para acercarnos con humildad al único Señor de nuestra vida, al que pedimos que prepare nuestro corazón para “celebrar dignamente las fiestas pascuales” (Oración sobre las ofrendas)
Adolfo Álvarez. Sacerdote