En la Turquía occidental encontramos la ciudad de Esmirna, una hermosa ciudad costera y hoy 23 de febrero recordamos el martirio del obispo de Esmirna San Policarpo, un hombre que fue discípulo de San Juan Apóstol y fue testigo de los últimos acontecimientos apostólicos.
El martirio de San Policarpo es una auténtica maravilla, aconteció en el año 156 de nuestra era , los cristianos de Esmirna lo pusieron por escrito unos meses después , de manera que es un testimonio auténtico de quienes presenciaron personalmente la heroica muerte de un anciano cristiano llamado Policarpo, la aparente derrota de su muerte se transformó en un testimonio victorioso de resurrección.
Nos encontramos en un contexto en que al Cesar se le debía la adoración de un dios, se le hacían ofrendas y se le rendía culto, los cristianos solo rendían culto al verdadero Dios; los mismos guardias romanos que lo arrestaron quedaron sorprendidos de su venerabilidad, era un anciano lleno de la gracia de Dios. Exponemos a continuación parte del texto:
“Trataron de convencerle en muchas ocasiones de que cambiara de actitud “¿Qué tiene de malo decir ‘El César es el Señor’ y ofrecerle sacrificios y así salvarte de la muerte?”, Policarpo no les contestó, pero viendo que insistían, les dijo “No voy a hacer lo que ustedes me aconsejan.”
Llevaron a Policarpo ante el procónsul, que también trató de convencer al santo de que renegara de su fe. “¡Respeta tu edad! —le dijo— Jura por el divino poder del César. Cambia de parecer y di ‘¡Abajo los ateos!’ ” Pero Policarpo, dando una solemne mirada al bullicioso gentío, los apuntó con la mano y mirando al cielo exclamó: “¡Abajo los ateos!”
El procónsul volvió a insistir: “Pronuncia el juramento y te dejo en libertad. Maldice a Cristo.”
“Lo he servido por 86 años y Él jamás me ha hecho ningún mal —dijo Policarpo con plena convicción— ¿Cómo voy a blasfemar contra mi Rey, que me salvó?”.
Como el procónsul seguía insistiendo para que Policarpo jurara por el César, el santo respondió: “Si vanamente crees que voy a jurar por el supuesto poder divino del César, como dices, y si pretendes no saber quién soy, escucha bien claro: ‘Soy cristiano, y si quieres conocer el mensaje cristiano, organiza una reunión y permite que dé razón de mi fe’.”
“Lo que yo tengo son animales salvajes” respondió el procónsul. “Si no cambias de opinión te arrojaré a ellos.”
“Llámalos —replicó Policarpo— porque no estamos autorizados para abandonar lo sublime y aceptar lo despreciable.”
“Búrlate de las fieras salvajes y te haré quemar vivo, si no cambias de actitud.”
Policarpo exclamó: “Me amenazas con un fuego que arde por un poco de tiempo y luego se extingue, pero tú no sabes nada del fuego que trae el juicio venidero ni del castigo eterno que aguarda a los malvados. Pero, ¿qué esperas? ¡Haz lo que vas a hacer!”.
La faz de Policarpo se iluminaba de valor y gozo al decir estas cosas y muchas otras. En su rostro no se veía ningún indicio de temor, sino más bien una gracia tan plena que el procónsul estaba impresionado. Tres veces mandó a su heraldo a que anunciara en medio del campo del estadio: “¡Policarpo ha declarado que es cristiano!”.
Al escuchar estos anuncios, toda la multitud prorrumpió en un ruidoso griterío de desaprobación y exclamaba a viva voz: “Este es el padre de los cristianos, el que destruye nuestros dioses, el que enseña a muchos a no ofrecer sacrificios a los dioses.” Gritando todos a una sola voz, exigieron que Policarpo fuera quemado vivo.
Todo esto sucedió con mucha rapidez, mucho más de lo que se demora el relato de la historia. La multitud corrió a las tiendas y casas vecinas para juntar madera para una hoguera. Cuando el fuego estuvo preparado, Policarpo se quitó su vestimenta exterior, se quitó el cinturón y trató de quitarse los zapatos.
La gente empezó de inmediato a apilar la madera a su alrededor. También lo iban a clavar en una estaca, pero él les dijo: “Déjenme como estoy. Aquel que me da fuerzas para soportar el fuego me ayudará a permanecer en las llamas sin moverme aunque no esté sujeto con clavos.”
Aroma de vida. Así fue como le amarraron las manos a la espalda, como un noble becerro, de una gran manada, listo para el sacrificio, una ofrenda inmolada que se ofrecía preparada y agradable a Dios. Mirando al cielo exclamó:
Señor, Dios Todopoderoso, Padre de tu amado Hijo Jesucristo, por medio de quien todos hemos recibido el pleno conocimiento de Ti, el Dios de todos los ángeles y potencias celestiales y de toda la creación, y de toda la familia de los justos, que viven para Ti:
Bendigo tu santo Nombre por considerarme digno de este día y esta hora, de compartir con los mártires la copa de tu Cristo, para luego compartir la resurrección a la vida eterna del alma y el cuerpo en el Espíritu Santo. Concédeme ser recibido entre ellos hoy en tu presencia como sacrificio digno y aceptable.
Por esto y por todo te alabo y te glorifico por intermedio de nuestro eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu amado Hijo. Por medio de Él y con Él, que Tú, Señor, seas glorificado con el Espíritu Santo, ahora y para siempre. Amén.
Cuando hubo pronunciado el amén y terminado su oración, los encargados encendieron más la gran fogata que despedía enormes llamas. Los que tuvimos el privilegio de presenciarlo, vimos un gran milagro y nos hemos mantenido vivos para poder informar a los demás de lo sucedido.
El fuego adoptó la forma de una vela de barco hinchada por el viento y rodeó el cuerpo del mártir como una muralla. Él permaneció allí dentro, no como carne quemada, sino como pan en el horno, como oro y plata refinados en el crisol. Y todos percibimos una maravillosa fragancia, como de incienso y otras especias costosas.
Viendo que el fuego era incapaz de consumir su cuerpo, los malvados finalmente le ordenaron a un verdugo que subiera y apuñalara al Santo y cuando así lo hizo, de la herida salió una paloma y brotó tanta sangre que extinguió el fuego.
Este era sin duda uno de los escogidos de Dios, el extraordinario mártir, San Policarpo, un maestro apostólico y profético de nuestro tiempo, Obispo de la Iglesia Católica en Esmirna.
Por su paciencia y fortaleza venció al maligno y ganó la corona de la inmortalidad. Ahora se llena de alegría con los apóstoles y todos los santos, porque con ellos está glorificando a Dios, el Padre Todopoderoso, y bendiciendo a Jesucristo, nuestro Señor, el Salvador y Capitán de nuestras almas y cuerpos, y el Pastor de la Iglesia Católica en todo el mundo.»