Al principio veo sólo patios y pórticos, que reconozco que son del Templo. Veo también a Jesús, tan solemne con su túnica de color rojo vivo y manto también rojo, más oscuro, que parece un emperador. Está apoyado en una enorme columna cuadrada que sostiene un arco del pórtico.
El lugar se va llenando de gente que va y viene en todas las direcciones. Hay sacerdotes y fieles, hombres, mujeres y niños. Unos pasean, otros está parados escuchando a los doctores, otros se dirigen a otros lugares ,quizá de sacrificio, tirando de corderitos o llevando palomas.
Jesús está apoyado en su columna, en el Templo. Mira. No habla. Incluso en dos ocasiones en que los apótoles le han hecho unas preguntas ha hecho gesto de negación, pero no ha hablado. Observa atentísimo.
Parece no oír nada. Pero debe escuchar todo, porque cuando, de entre un grupo que está separado por bastantes metros y recogido alrededor de un doctor, se alza una voz nasal que proclama: Más que cualquier otro mandamiento, vale éste: todo lo que es para el Templo, debe ir al Templo. El Templo está por encima del padre y la madre, y si alguno quiere dar a la gloria del Señor todo aquello que le sobre puede hacerlo, y será bendecido por ello, porque no hay ni sangre ni afecto que sean superiores al Templo , entonces Él vuelve lentamente la cabeza en aquella dirección y mira con una cierta expresión… que no querría que fuera para mí .
Parece mirar en general. Pero cuando un viejecito tembloroso va a empezar a subir los cinco escalones de una especie de terraza próxima que parece conducir a otro patio más interior, y apoya el bastoncito y casi se cae al trabarse en la propia túnica, Jesús le tiende su largo brazo y le sujeta, y no le deja hasta que le ve en seguro. El viejecito levanta la rugosa cabeza y mira a su alto salvador susurrando una palabra de bendición. Jesús le sonríe y le hace una caricia en la cabeza semicalva. Luego vuelve a su columna , a apoyarse en ella, de la cual se separa otra vez para levantar a un niño que se ha soltado de la mano de su madre y ha caído de bruces contra el primer escalón, justo a sus pies y que llora. Le levanta , le acaricia, le consuela. La madre , azarada, da las gracias. Jesús le sonríe también a ella y le da el niño. Pero no sonríe cuando pasa un pomposo fariseo; tampoco cuando pasan un grupo de escribas y otros que no se quienes son. Este grupo saluda con exagerados gestos con los brazos y exageradas reverencias . Jesús los mira tan fijamente que parece perforarlos; saluda , pero sin abierta expresividad; su expresión es severa. También a un sacerdote que viene y debe ser un pez gordo porque la gente se hace a un lado y saluda y él pasa pomposo como un pavo, Jesús le mira largamente; es una mirada de tales características , que el sacerdote, aún estando lleno de soberbia, agacha la cabeza; no saluda pero no resiste su mirada.
Jesús deja de mirarle para observar a una pobre mujercita vestida de marrón oscuro, que sube tímida los escalones y se dirige hacia una pared en que hay como unas cabezas de león con la boca abierta, u otros animales parecidos. Muchos van en esa dirección, y Jesús parecía no haberles hecho caso.
Ahora sigue el camino de la mujer. Sus ojos la miran compasivos y se llenan de dulzura cuando ve que alarga una mano y echa algo en la boca de piedra de uno de esos leones. Y cuando la mujercita, retirádose, le pasa cerca, dice: «La paz a ti, mujer « Ella, sorprendida, alza la cabeza sin saber qué decir. Jesú repite: «La Paz a ti. Ve. El Altísimo te bendice «. La pobrecita se queda extática. Luego susurra un saludo y se marcha.
Jesús, saliendo de su silencio, dice: Es feliz en medio de su infelicidad. Ahora es feliz porque la bendición de Dios la acompaña. Oíd, amigos, y vosotros que estáis aquí cerca de Mí ¿veis a esa mujer? Ha dado sólo dos monedas, una cantidad que no es suficiente para comprar la comida de un pájaro enjaulado, y, a pesar de ello, ha dado má que todos los que han echado su donativo en el Tesoro, desde que el Templo abrió sus puertas al amanecer. ¡Oíd!. He visto a muchos ricos meter en esas bocas dinero suficiente como para darle de comer a ella durante un año y para darle vestidos con que cubrir su honesta pobreza. He visto a ricos meter con visible satisfacción, allí dentro, sumas que hubieran podido saciar el hambre de los pobres de la Ciudad Santa durante uno o varios días y hacerles bendecir al Señor. Mas os digo en verdad que ninguno ha dado más que ésta. Su óbolo es caridad; lo otro, no. Lo suyo es generosidad; lo otro, no. Lo suyo es sacrificio; lo otro, no. Hoy esa mujer no comerá porque ya no le queda nada. Antes tendrá que trabajar para ganar algo y así poder dar un pan a su hambre. No tiene a sus espaldas ni riquezas ni familiares que ganen por ella. Está sola. Dios se le ha llevado padres, marido e hijos; y también el poco bien que ellos le habían dejado y, más que Dios, se lo han arrebatado los hombres, esos hombres que ahora con gestos ampulosos, ¿veis?, siguen echando allí lo que les sobra, de lo cual mucho ha sido sonsacado con usura de las pobres manos de los débiles y hambrientos・.
Yo os digo que por encima del Templo está el amor: el amor a Dios y el amor al prójimo.