Estamos en el camino del Adviento, tiempo de espera en el Señor, tiempo de esperanza y tiempo de alegría, ya que con su venida nos llega la Redención. Y en este camino llegamos hoy al tercer Domingo de Adviento, que se caracteriza por la invitación a la alegría. Y así llamamos a este tercer Domingo, el Domingo de la Alegría. Somos invitados a vivir el gozo de la cercanía del Señor que viene a salvarnos. Así nos lo anuncia el Profeta Sofonías: “El Señor tu Dios está en medio de ti”. De aquí que esta alegría no sea una alegría fugaz y superficial, sino una alegría en el Señor, pues Dios viene a nosotros, a traernos la paz y la confianza en Él.
Somos invitados a reflexionar sobre la alegría cristiana, pues el Don de la Alegría, Don del Espíritu Santo, es muy importante para nuestra vida cristiana, para testimoniar nuestra fe en Cristo a los demás. Nos dice el Papa en “Evangelii gaudium” (la Alegría del Evangelio), “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
La alegría es connatural en la vida humana. Sentirse alegres es sentirse con ganas de vivir. Por ello la alegría es inseparable de la esperanza; por ello el triste no espera ni tiene ganas de vivir. Todos nosotros buscamos sentirnos satisfechos y alegres en nuestra situación vital, en nuestra familia, en nuestro trabajo, con nuestros amigos. Pero esta alegría humana desaparece ante las dificultades de la vida, ante el sufrimiento, y va y viene según los acontecimientos que sucedan en nuestra vida. La Alegría cristiana, Don del Espíritu, no es fruto de buenas noticias humanas, brota del sentir a Cristo presente en nuestras vidas en todo momento y circunstancia. Brota del sabernos profundamente amados por Dios que en Jesucristo se ha hecho nuestro compañero de camino y es nuestro Cirineo en los momentos de prueba y sufrimiento por los que podamos atravesar.
Hermanos y amigos porque Dios es amor, ternura y misericordia, la alegría fundamentada en el amor de que Dios nos tiene, ha de ser –como también el amor- un distintivo del cristiano, un distintivo de cada uno de nosotros, creyentes. Para el cristiano, para cada uno de nosotros es un gozo, tiene que serlo, buscar a Dios y mucho más encontrarlo. El encuentro con Dios, la experiencia del amor de Dios es siempre fuente de alegría. Cuando hay verdadero amor, la alegría llena el corazón, aunque el dolor sea compañero nuestro. Dios es el Dios de mi alegría (así lo cantamos en el Salmo 43). Quien cree de verdad en Jesucristo no puede sino manifestar con un rostro radiante, con la sonrisa en los labios y con unos ojos iluminados, la alegría de tener a Dios y sentirse profundamente amado por Él.
Y esta experiencia del amor de Dios y el vivir en la alegría hemos de alimentarla mediante el trato asiduo con el Señor por medio de la Oración, la escucha y lectura de la Palabra de Dios, por medio de la celebración de los Sacramentos con frecuencia, especialmente la Eucaristía, centro de la vida cristiana y la Penitencia, sacramento por el cual experimentamos la inmensa misericordia de Dios para con nosotros.
En el Evangelio de este domingo también descubrimos de nuevo que, aunque la salvación se nos ofrece de forma gratuita, es preciso acogerla. Hoy Juan Bautista contagia el entusiasmo y por eso le preguntan “¿Qué debemos hacer?”. Pregunta que hoy también hemos de hacer nosotros. Si Dios nos ofrece la salvación descubriéndonos su amor misericordioso, también nosotros debemos abrir nuestro corazón. De ahí, de aquí de esta experiencia de Dios, brota la urgencia de hacer algo. Nuestra espera no puede ser de brazos cruzados.
Por si alguno de nosotros a la hora de hacerse la citada pregunta personalmente –¿qué tengo que hacer yo?–, no tuviese claro, a la hora de optar por una tarea concreta en la que llevar a cabo su compromiso, el comentario sobre las “obras de misericordia” que viene el Catecismo de la Iglesia Católica, inspirado y basado precisamente en el pasaje evangélico de hoy, ofrece numerosas posibilidades:
“Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como también lo son: perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporales consisten en dar de comer al hambriento, dar techo al que no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna: es también una práctica que agrada a Dios… El que tenga dos túnicas con el que no tiene y el que tenga comida que haga lo mismo”, decía el Señor (CCE
Muchos esperan la Navidad por las vacaciones, por los regalos, por la fiesta; ojalá sea en verdad tiempo de felicidad para todos. Pero los cristianos vemos esos días con unos ojos especiales: celebramos la venida del Hijo de Dios a nuestra historia y eso da una profundidad nueva a la fiesta. Y, a la vez, esta mirada cristiana nos hace pensar: “Si queremos celebrar bien la Navidad, hemos de acoger a Cristo Jesús en nuestras vidas, en nuestro proyecto existencial. Algo tiene que cambiar en nuestro estilo de vida”. Hoy se nos invita a la alegría pero también al trabajo y a la seriedad en nuestro camino, como cristianos que quieren vivir conforme al evangelio de Cristo Jesús y en esta dirección nos interpela Juan el Bautista. Y podemos mostrarlo acompañando a los que no experimentan tan fácilmente la alegría porque están agobiados por el sufrimiento. Estar cerca de ellos, mostrarles nuestro afecto es una manera de reconocer y testimoniar el amor que recibimos de Dios. En la bondad con los demás, en la generosidad con los más necesitados, manifestamos la salación y comunicamos la alegría que el Señor ha puesto y pone en nuestras vidas.
Amigos y hermanos sintamos hoy cada uno que Dios nos dice:
- El Señor, tu Dios, está en medio de ti.
- Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta.
- Que se note este tono de esperanza alegre en nuestra vida, elevando a Dios -con más convicción que nunca- nuestra acción de gracias y nuestro canto de alabanza. Que se note también en nuestra vida este mayor optimismo, esta alegría y esta paz interiores que nos da el sabernos salvados por Dios. Que se note sobre todo en nuestra actitud de mayor comprensión y cercanía para con los demás, como nos ha dicho el Bautista. Entonces, seguro que sí, la Navidad de este año será para todos, una gracia y una felicidad verdadera, pues así se lo pedimos hoy al rezar toda la Iglesia: “Concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante”.
Adolfo Álvarez, Sacerdote