«Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre»
La Palabra de Dios ilumina todos los aspectos de nuestra existencia; no sólo lo referente a la oración o a las virtudes personales sino también las dimensiones sociales, profesionales, familiares.
Lo que se nos propone hoy es el tema siempre actual del amor y de la fidelidad matrimonial. El tema de las lecturas, de la primera y del evangelio, de este domingo XXVII del tiempo ordinario es el matrimonio.
En la primera lectura, del Libro del Génesis, contemplamos cómo creó Dios a la mujer. El relato tiene un lenguaje poético, popular, entrañable, pero que expresa convicciones profundas que siguen en pie: que los dos hombre y mujer, están destinados en el plan de Dios a unirse y ser “una sola carne”, en igualdad, complementarios el uno de la otra, llamados a engendrar nueva vida, el mayor milagro que puede pasar en la creación y la mejor manera de colaborar con el Dios de la vida y del amor.
Ante la pregunta sobre el divorcio, que contemplamos en el Evangelio, Jesús apela a la voluntad original de Dios respecto al matrimonio: lo que Dios ha unido, lo que desde el principio ha sido el plan de Dios, no puede depender de las evoluciones sociales o de los intereses o de la veleidad de unas personas.
La voluntad de Dios es la igualdad entre hombre y mujer y la estabilidad de la familia. La doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio según Jesús en el Evangelio la podemos resumir en las siguientes expresiones: Unidad, Indisolubilidad y Finalidad Procreadora.
Unidad: El matrimonio es una unidad de iguales. Que es una unidad queda expresado en esa imagen del Génesis. “Los dos formarán una sola carne”, expresión que habla de la complementariedad de los esposos, que son iguales. El hombre y la mujer son iguales en derechos y deberes. Esta unidad está elevada por Jesucristo al rango de sacramento. El matrimonio cristiano no es sólo un contrato social entre dos partes, sino que es un sacramento; es decir, un encuentro con Dios para amarse como Cristo ama a su Iglesia.
Indisolubilidad: El matrimonio es indisoluble, no se puede disolver: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, dice Jesús en el Evangelio. La Iglesia no acepta el divorcio porque, donde se dio un sacramento, no se puede decir que ese sacramento no se realizó. Uno está bautizado para toda la vida, sea o no consecuente con su fe. Uno es sacerdote para toda la vida, aunque se case. Un casado lo está para toda la vida, si el sacramento fue válido. La Iglesia sólo admite la nulidad, que es declarar no válido un matrimonio que se suponía que había sido bien celebrado, por defecto en la voluntad, la libertad o el engaño sobre algo fundamental en los contrayentes. La Iglesia también admite la separación, que cada una de las partes se vaya a vivir por separado para salvar las dificultades de la convivencia. En cualquier caso, todas estas circunstancias están llenas de dolor por parte de quienes tienen que vivirlas y todos, en la Iglesia, deberíamos estar dispuestos a manifestar nuestro cariño a quienes tienen que pasar por estas circunstancias. Y ello no significa considerar frívolamente estas situaciones.
Finalidad procreadora: Colaboración con Dios en la transmisión de la vida, colaboración responsable y que abarca también la educación de los hijos.
Hoy todo esto se cuestiona y, amigos y hermanos, nuestra opinión y la práctica respecto a la fidelidad matrimonial y al divorcio no ha de depender de unas estadísticas o de unas costumbres más o menos aplaudidas por los medios de comunicación, ni de unas leyes civiles que pueden despenalizar o facilitar situaciones que la ley de Dios no aprueba (divorcio, aborto). La indisolubilidad matrimonial no la ha decidido la Iglesia (como, por ejemplo, el celibato de los sacerdotes en la Iglesia latina) sino Dios. La dificultad en aceptar esta doctrina puede deberse también a la sensibilidad que nos transmite nuestra sociedad de consumo: “usar y tirar”, cambio de sensaciones, búsqueda de nuevas satisfacciones. Esto hace que se deteriore notablemente la capacidad del amor total, de la entrega gratuita y estable, del compromiso de por vida. Nuestra postura ante este tema debe ser la de Cristo, y hemos de conocer la realidad de concreta de las personas que atraviesan por dificultades y rupturas en el matrimonio, para ayudarlas y acompañarlas.
El matrimonio es una de las ocasiones en que notamos que ser cristiano es exigente y que nos pide renuncias, porque nos propone valores superiores, como es el amor para siempre.
Amigos y hermanos, la vocación matrimonial es un Don y un Don que tenemos que pedir al Señor ayude a vivirlo, porque con las solas fuerzas humanas no podemos. Por ello hoy pedimos que el Señor derrame su Espíritu sobre todos los matrimonios, llamados a manifestar en su vida el amor y la fidelidad de Dios.
Adolfo Álvarez. Sacerdote.